De alguna manera, se había efectuado una asimilación simbiótica entre el basural y su organismo, como ocurre con las bacterias que habitan en el intestino humano. El olor hediondo —que hubiera hecho que cualquier persona se desmaye de asco a los pocos segundos, víctima de un ataque de náuseas y vómitos— y las enfermedades que pululaban en el aire como un gas venenoso, era lo que él respiraba y lo mantenía vivo.
Sacó un cigarrillo arrugado y a medio fumar de algún lugar de sus raídas ropas y lo encendió. Inspiró una bocanada profunda, que le produjo un ardor placentero en la garganta, y exhaló una voluta de humo con forma de anillo. Algunas costumbres nunca se pierden. Luego lo apagó, se lo guardó y continuó caminando algunos metros, siguiendo la misma metodología: hundía el bastón en la inmundicia y la revolvía, al tiempo que lo sacaba y lo volvía a hundir, y con la mano libre espantaba la nube de moscas que sobrevolaba continuamente sobre la superficie y le dificultaba el paso.
— Hola, Viejo… —dijo una voz gutural y cavernosa que salió de las profundidades del pozo.
El hombre se incorporó de un salto, miró el pozo y luego alzó la vista. La persona más cercana a él era una mujer entrada en años que se encontraba a unos cincuenta metros y estaba concentrada metiendo cajas de leche en polvo en una bolsa de plástico.
¿Qué clase de truco es este?, pensó el viejo. Alguno de los vagos le estaba gastando una broma que no le causaba ninguna gracia.
— No es ningún truco, Viejo… Y tampoco se trata de ninguna broma —dijo la voz con una determinación que esta vez sí lo impresionó.
El hombre volvió a mirar para todos lados. La gente estaba demasiado lejos como para escuchar —o como para que se tratase de algún artificio sonoro—. Por otro lado, sólo se oía el zumbido constante de las moscas y, más allá, en el límite del basural, el tronar de los motores de las máquinas motoniveladoras que trabajaban en los montículos.
— No te convences ¿eh? —siseó la voz con un tono que al viejo le hizo erizar los pelos de la nuca—. Mira hacia tu derecha, Viejo.
El hombre obedeció. Un grupo de chicos, de entre siete y diez años, jugaba mientras sus padres hurgaban entre la basura. Corrían, se reían y gritaban. Había dos que tiraban de una soga, haciendo equilibrio entre las bolsas, y otro festejaba luego de haber rescatado una pelota grande, blanquecina, que enseguida colocó sobre su cabeza haciendo piruetas. Mientras tanto, una nena de dos años seguía los movimientos con sus enormes ojos negros abiertos como platos.
— Mira la niña, Viejo… mira la niña… —Esta vez, el hombre no pudo determinar si el sonido de la voz había surgido del agujero o si resonó en su propia cabeza. Como fuera, cada vez que hablaba brotaba del pozo un efluvio de putrefacción.
El hombre tenía los ojos fijos en la niña, que estaba parada sobre una caja de cartón. Seguía mirándola con creciente interés, como le había ordenado la voz del pozo. Y de pronto, como en un predecible truco de magia, la niña desapareció de su vista. En un segundo se encontraba ahí y al siguiente… ya no estaba. La basura se la había tragado.
— Pero… ¿cómo lo hiciste? —preguntó el hombre. Estaba atónito.
— Espera… la función no ha terminado…
Volvió la vista hacia donde estaba el grupo de chicos y esta vez el que estaba con la pelota, que saltaba de un lugar a otro, se hundió súbitamente. Y luego siguió otro, y otro. Los demás chicos, que vieron lo que estaba sucediendo, corrieron para dar aviso a sus padres. En cuestión de minutos una multitud se había congregado alrededor del lugar donde habían desaparecido los niños. Estaban inclinados, apartando las bolsas y cavando con desesperación. Las mujeres gritaban, histéricas. El momento del gran acto había llegado. Sin obedecer a ninguna ley lógica, como si de pronto hubiera desaparecido el suelo en el que hacían pie, todos cayeron al vacío, desapareciendo ellos también.
Pasaron algunos segundos de silencio, durante los cuales el viejo se preguntó si todo aquello estaba ocurriendo realmente o si era producto de una alucinación, si no sería tan sólo una mala pasada que su estropeada mente le estuviera jugando. No había terminado de discurrir este pensamiento cuando comenzó a oírse un sonido grave y acompasado que provenía de debajo de la superficie. El suelo tembló bajo sus botas, todo el basural se estremeció con un movimiento sísmico. Y de repente, desde el montículo de basura donde había desaparecido el grupo de gente, salió eyectada una descarga de sangre fulminante junto con trozos de carne y huesos, como una erupción volcánica de cuerpos licuados, y luego cayó en forma de lluvia tiñendo de rojo el aire del atardecer.
El hombre se llevó una mano a la boca, ahogando un grito.
— Pero… ¿Quién…? —empezó a decir, y luego se corrigió—: ¿Qué eres?
— Basura, Viejo… Igual que tú.
— Pe… pero… no… no es posible… —balbuceó. El horror de lo que acababa de ver le impedía hablar y pensar con fluidez.
— Es posible, Viejo. Claro que es posible —afirmó la voz roncamente—. Mira hacia el norte, a nuestra Gran Creadora, allí… ¿Puedes verla, Viejo?
Podía verla. Claro que podía. El sol había comenzado a caer y las luces de la Ciudad formaban una constelación de diamantes en el horizonte. La misma Ciudad en la que él había caminado con la frente bien alta y la misma que lo había expulsado y condenado al destierro.
— Imagínalos ahí, toda esa gente linda, suave y agradable. Personas educadas y de buenos modales, produciendo miles de toneladas de basura diarias. Arrojando al volcadero sus porquerías… Y no son sólo las bolsas con restos de comida, papeles y plástico, no… Son también megalitros de semen envueltos en preservativos, el fruto sangriento de infinitas menstruaciones, la cría de animales que nadie quiere, los cadáveres mutilados y los embriones semimuertos, producto de las violaciones y embarazos no deseados. Lo que arrojan son sus propias miserias: la mezquindad, la hipocresía, el cinismo, la barbarie…
Los ojos del viejo brillaron de entendimiento. Un estallido de conciencia le hizo comprender lo que la voz le quería decir. Imaginó a todo esa bazofia revolviéndose en el fondo del basural desde el inicio de los tiempos, coagulando, formando un amasijo putrefacto nacido de la rabia, el remordimiento y el odio más visceral. La sola idea lo hizo marearse de entusiasmo.
— Somos la basura, los desechos, los desperdicios, la resaca de la sociedad. Somos lo que el mundo arroja de sí, la cara de la humanidad que ya nadie quiere ver… Somos Basura.
“Ven a mí. Ven, buen hijo mío.”
“Ven a mí.”
“Ven…”
El viejo percibía el llamado cada vez con más fuerza y premura. Se dejó caer sobre las bolsas y sintió que la basura lo envolvía en un abrazo de reconocimiento, protegiéndolo, recibiéndolo en su seno con el calor de una madre. Notó que se hundía, pero no sintió miedo, sino alivio. La tranquilidad de saber que al fin la disolución sería completa. Sintió que la basura se le metía por la boca, la nariz y los ojos. La putrefacción comenzaba a correr por sus venas, llenando sus pulmones y estómago. Y ahora sí, su corazón y la basura formaban un solo, rítmico latido. Una sola pulsión.
El basural entero se sacudió en un asqueroso maremágnum de podredumbre. Si alguien hubiera obtenido una toma satelital del terreno en ese momento, habría visto cómo la mancha oscura que formaba el basurero se había ensanchado repentinamente, ocupando de pronto más espacio que antes.
— ¿Qué fue eso? —gritó el joven con el traje de dril naranja mientras bajaba de la cabina de la máquina motoniveladora. Estaba pálido.
— ¿Qué? —preguntó su compañero desde la otra máquina. Luego bajó y encendió un cigarrillo.
— José, creo que me estoy volviendo loco. Estoy alucinando. Acabo de ver cómo se movía el basural, parecían las olas de un océano, hermano.
El otro miró la montaña que se extendía cientos de kilómetros hasta donde alcanzaba la vista, mientras daba una larga pitada, y luego miró a su compañero.
— Es verdad —respondió—. Estás loco de remate.
— No sé, hermano, no sé…
— ¿Qué? —apuró con fastidio.
— Hace años que trabajo de esto y no termino de acostumbrarme a ver tanta… —hizo un gesto con las manos que intentaba abarcar todo el paisaje.
— ¿De qué carajo hablas?
— Mira, hoy estuvimos trabajando todo el día y toda la tarde moviendo esta mierda para que no llegue hasta la autopista. ¿Y para qué? Al final de cada jornada, parece que no la hemos movido ni un centímetro, incluso parece que estuviera más cerca que antes.
El otro miraba distraídamente a un lado y a otro mientras escuchaba, fumando con tranquilidad.
— ¿Sabes lo que pienso? Pienso que va llegar un día en que la basura nos va a tapar a todos, a todos y cada uno.
El otro se lo pensó un momento, mientras daba una larga pitada al cigarrillo, exhaló el humo y luego lo aplastó contra la puerta de la máquina.
— Cuando ese día llegue —dijo al fin—, pondremos la basura en cápsulas y las lanzaremos al espacio.
Se dio vuelta para arrojar la colilla y se encontró con un muro de oscuridad: un tsunami de desperdicios se alzaba varios metros por encima de su cabeza. No llegó a comprender las dimensiones del horror de lo que vendría. La basura se estrelló contra los hombres y comenzó a correr por la autopista con una impetuosidad que, aparentemente, no tenía visos de terminar. Pronto alcanzaría las calles, las arterias menores.
Y el corazón de la Ciudad.