miércoles, 7 de marzo de 2012

WALTER BENJAMIN

Walter Benjamin es uno de los pensadores más singulares del siglo XX. Su obra no es clasificable bajo un género o temática exclusiva. Benjamin siempre eludió la especialización; de ahí la múltiple y heterodoxa riqueza de su pensar que, por la vía expresiva fundamental del ensayo, se abrió a la crítica literaria, la evocación de la infancia, la meditación sobre el significado del arte en el mundo moderno de la reproductibilidad técnica, y una visión crítica de la historia donde su unen teología, marxismo, y el mesianismo de raíz judaica. Aquí, en el extenso ensayo que sigue a continuación, intentamos vislumbrar el legado benjaminiano como reflexión sobre el lenguaje y arte, la restitución de la particularidad y la redención del dolor humano en la historia. Detrás de esto, siempre late la evocación de una plenitud originaria perdida. Y pensaremos, también, el trasfondo de la recuperación de la experiencia infantil y los posibles sentidos de una "teología negativa" que, en Benjamin, actúa como esperanza mesiánica.




Las cañones cierran sus gargantas de metal. Las últimas humaredas se dispersan. En los campos, colmados de trincheras, la sangre aún mancha los alambres. Los que han sobrevivido a las tormentas asesinas regresan a los hogares. Vuelven mudos. Sin qué decir. Con el lenguaje ahogado bajo palabras que no llegan a la superficie. Los que regresan están empobrecidos. Abundante dolor y espanto no los ha enriquecido.

A pesar de los cercos del terror, algunos niños siguen jugando en el campo, o dentro de un cuarto. Ven unos colores amarillos de hierbas y soles que brotan del costado de un coyote moribundo. Para los niños la experiencia es todavía irradiación, lunas de voz intensa. Benjamin fue uno de esos niños. Y aún lo es, aún cuando agita el plumaje de la intelectualidad aguda o de la forma libre del ensayo. El pensador que en el silencio de su deseo más hondo repite la ronda infantil hace de la palabra una experiencia exuberante. Que enciende los rostros, en lugar de desaparecer en un gesto de mudez.

La experiencia saludable, rica y vivaz, la asocia Benjamin con la erfahrung, la experiencia no dividida, no estallada todavía en pedazos. La experiencia como continuidad de las cuerdas sabias de una tradición, como comunidad con las voces y relatos de un ayer acogedor. La erfahrung colisiona con la erkenntnis. Erkenntnis es la experiencia fragmentada, la percepción disgregada del hombre moderno, desmembrado entre fragmentos y el caos sensorial de la vida urbana.

En nuestro deambular entre las calles de la reflexión benjaminiana nos deslizaremos primero entre los pasaje de la demolición de la erfahrung, y, luego, vislumbraremos la esperanza crítica de su restitución. El pensador que unirá teología y materialismo histórico le confiere al cine, en un momento de confianza que luego será revisado, una potencialidad revolucionaria. Pero, al final de la jornada, tras su obligado suicidio en 1940, en la frontera franco-española, en los Pirineos, Benjamin piensa, acaso desde un fracaso asumido, que la liberación de una sociedad opresiva no será sólo construcción humana, sino también intervención de un inminente relámpago divino.

También des-plegaremos otros pliegues del pensar benjaminiano: los orígenes teológicos del lenguaje como facultad de otorgar nombres originarios a las cosas, el flaneur y Baudelaire; el surrealismo; el arte arcaico y su aura, el arte moderno de la reproducción técnica y la supresión de lo aurático; las relaciones de Benjamin con la Escuela de Frankfurt y Adorno; la defensa de una gnoseología de lo particular y la alteridad; el coleccionismo de Fuchs, y la experiencia infantil. Pero las distintas aristas que exploraremos se encastran en la doble perspectiva del legado benjaminiano como ensayismo de la restitución de la particularidad y como ruptura mesiánica que redime el dolor de las generaciones vencidas y olvidadas en la historia. Y estos dos caminos se sostienen, a su vez, sobre la evocación benjaminiana del ser como plenitud originaria perdida.

Pensaremos entonces el pensar de Benjamin como "pensamiento poético (Hanna Arendt), como una estética de la memoria lúcida, que medita en el ser como una plenitud primaria. Y como restitución de una otredad que pueda manifestarse como real fuerza transformadora, y no sólo como declamación discursiva.



II

En su ensayo "Experiencia y pobreza" Benjamin piensa el proceso aniquilador de la experiencia. Luego de la devastadora guerra de las trincheras "pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable" (1). En la guerra el hombre se sabe indefenso. También, en la dinámica moderna de la técnica, en los torbellinos de la vida moderna, no hay escucha de la corriente de valores del pasado que, en sus orígenes, fluían de boca a oído. Sobre las masas galopa la mudez, lo terrorífico, el grotesco de la apariencia de la vida feliz, los desiertos de confusión y soledad. La intuición artística ve los tumores escondidos de una época. Benjamin entonces recuerda a Ensor, el pintor de los esqueletos y máscaras. Festivos climas de carnaval pueblan muchos de sus lienzos. Pero la alegría es engañosa. Es el barniz que embellece o deslumbra y luego se quiebra entre los volcanes salvajes de la Primera Guerra Mundial.

El empobrecimiento del individuo y de la humanidad se relaciona con el copalso del arte de narrar.

"¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras perdurables que se transmiten de generación en generación? ¿A quién hoy le ayuda un proverbio? ¿Quién intenta habérsela con la juventud apoyándose en la experiencia?" (2).

La meditación sobre el significado empobrecedor de la pérdida del arte del narrar se expande en "El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov", en Sobre el programa de la filosofía futura. Pensar en Leskov (3) como narrador es acercarse a un arte perdido y "más bien aumentar la distancia que con él tenemos" (4). El hombre contemporáneo es incapaz de contar, de narrar, de intercambiar experiencias. Así se distancia y desvanece la fuente de la que se han nutrido siempre los narradores, "la experiencia que corre de boca en boca". La riqueza de la narración es arte popular. Es creación anónima que preserva imágenes colectivas. La narración fluye mediante historias de la propia tierra, o de la exótica diversidad de lejanos países. La cadencia narrativa se pronuncia junto a una chimenea, en el descanso nocturno, en la fascinación y atención que promueven las llamas que bailan sobre la oscuridad. El narrar es no sólo un arte de la voz y de la memoria, sino también de la fuerza expresiva de las manos y los gestos. Las velas de las palabras que el narrador sopla son historias que brotan de dos tipos arcaicos: el agricultor sedentario y el marino mercante. El primero narra tradicionales historias de su país; el segundo narra los relatos que trae de tierras lejanas. Así," los aldeanos y los marinos han sido los antiguos maestros de la narración". ¿Pero qué se transmite, circula y vive en lo narrado?": "El lado épico de la verdad, la sabiduría", que "está en trance de desaparecer" (5). La sabiduría es un largo y silencioso proceso de respuestas a los enigmas y abismos de la vida: ¿cuál es la vida auténtica? ¿Cómo no perderse en la estupidez y la violencia? ¿Dónde encontrar la fraternidad o el amor? La sabiduría nace luego de largos caminos de errores, caídas y pérdidas. La sabiduría es un saber que madura en el caldero de las tentativas y el sufrimiento. Y en ella confluyen los caminos de multitud de individuos, generalmente desvanecidos en la voz colectiva y anónima. Una voz que sólo se repite y continúa en los relatos del buen narrador. Pero la facultad antigua se disipa en lo moderno. Y en esa desaparición reverbera "una nueva hermosura".

El epítome de la escritura moderna, la novela, es también un proceso que socava la vieja oralidad narrativa. El narrador narra desde su inserción en una experiencia viva y colectiva. El narrador es eventual encarnación de la voz popular. Lo que sus labios dicen procede de una fuente común. El novelista, en cambio, escribe desde su aislamiento, desde su soledad que gime en su separación de lo colectivo. La novela escribe la evocación de una dicha perdida. Por lo que el novelista, en su arte de escritor solitario, "nos hace saber cuál sea la profunda desorientación de los seres humanos" (6). La desorientación comienza cuando desaparece un modelo de sabiduría asequible. En el Don Quijote, arquetipo de la desorientación novelesca, la disposición caballeresca a prestar ayuda, a sembrar soles de ideales, se revela finalmente como intento vano, como locura. Y la novela de formación (bildungs roman), la novela de los años de aprendizaje del joven Werther de Goethe, o La educación sentimental de Flaubert, no recuperan la sabiduría perdida. Enfatizan la ansiedad de una búsqueda donde reina lo inalcanzable.

Y el arte de narrar involucra lo artesanal. Lo anónimo o impersonal de las historias narradas no se opone a una impregnación de huellas personales. Leskov es un ejemplo. En ocasiones, recuerda situaciones de la propia vida que interpola en sus relatos. La artesanía halla un equilibrio entre lo colectivo y lo individual. En esta coordinación resopla un rechazo de la impersonalidad de la técnica industrial. Benjamin recuerda un relato de Leskov, La pulga de acero, donde un platero, en un prodigio de habilidad artesanal, llega a fabricar una pulsera de acero. Que enorgullece a Pedro el grande. Y la pulsera en cuestión es esgrimida como ejemplo de la valía de los rusos ante los ingleses.

Paul Valery estimula un pensamiento agudo sobre la labor artesanal. Primero es la naturaleza como ejemplo de serena y paciente labor en la maduración de una perla o el vino. Y luego es la imitación que el artesanado hace de este lento madurar, con su paciente perfeccionamiento de tallados, pulidos, miniaturas o pinturas de varias capas. Pero el esmero artesanal sucumbe porque el hombre moderno sólo acepta lo que surge con rapidez. En el orden de la escritura, la abreviación del esfuerzo produce el relato corto (short story). El cuento breve es renuente a la lenta sedimentación de finos pliegues que enriquecen la narración.

Karl Kraus fue lúcido conocer y crítico de las distintas formas del empobrecimiento. Benjamin, en el décimo aniversario de su muerte, le dedica un ensayo. Kraus arremete contra las hipocresías de su tiempo; es el satírico que imita, desnuda y fogocita a los falsos artistas. Kraus sostiene su propio faro, el periódico La antorcha. Entre las tribulaciones de la Primera Guerra Mundial, en la Viena capital del imperio de los Habsburgos, Kraus es pacifista, cuando casi todos braman acentos marciales. Defiende a homosexuales, prostitutas, cuando la hipócrita mojigatería vienesa condena esas "desviaciones" al mismo tiempo que las promueve o disfruta. Y, ante todo, Kraus convierte en una misión épica el blandir la espada contra la hiedra de la simulación periodística. Kraus es amigo de Adolf Loos. Loos también esgrime la voz de denuncia en su artículo "Ornamento y delito" (7). La obra de arte es distinta al objeto utilitario. Para la obra es innecesario el ornamento. El artista, el pintor, escultor, o poeta, no es un decorador. Pero Kraus advierte que el literato de su tiempo "en el fondo de su corazón, coincide con el decorador" (8). Heine es su vocero. En él, la expresión deviene raquitismo informativo, entretenimiento, periodismo, folletín. La palabra colapsa en la sangría de lo inauténtico. Los titulares aplastan la integridad de las palabras, de modo que sólo quede la frase, el titular que embruja y simplifica. Y que engaña por todo lo que no dice. En su empobrecimiento, el lenguaje deviene espectral instrumento de manipulación y surtidor de sensacionalismos varios. En esta caída, la razón se ensombrece, es astucia sin vida. Frente a esto, Kraus, en una continuación del fervor romántico, piensa que lo femenino es el origen de la fantasía, de la inspiración, de la creación. Lo moral y lo estético resplandecen en el encuentro de la razón y la intuición. La fantasía es el ave que guía la mirada hacia un cielo profundo. Para Kraus, cuando el hombre y la mujer se encontraron se encendieron en el "origen", donde la razón se hizo fértil por la llama femenina. La salud del lenguaje es recuperar ese origen. La belleza lírica, la música de la rima y el ritmo, la libertad de la fantasía, danzan entre las palabras. El arte se oscurece bajo el demonio de la última noticia del periodismo, y su desdén orgánico por la metáfora o la gratuidad de la belleza. En la trinchera de periodistas y falsos literatos se venera el arte por el arte, o la obra como ser reducido a la pureza estilística y formal. Pero la sola forma no asegura el arte auténtico. Para Kraus, parte esencial de la autenticidad artística es la integración entre la obra y el autor. El divorcio entre la vida del escritor y el acto de la escritura es desmembramiento empobrecedor. La potencia de una obra procede de la integridad moral de su autor. Pero la ética que nace en esa integración no posee un fundamento racional. El valor es inexpresable. Su hogar es la acción. Por eso, la ética real no se demuestra ni fundamenta. Es en el obrar. Un camino que siguió Wittgenstein, discípulo indirecto del polémico Kraus (9).

Kraus protege la "separación creadora" entre los hechos terrenos de la información, la ciencia, la historia o el periodismo, y el acto artístico. El arte retorna al origen por la fantasía o la sátira, donde el maestro de Kraus es Nestroy (10). La fantasía del arte encendido es pulsión erótica. Y el nombre de una palabra siempre se aleja. Pero puede ser invocada: "en el círculo lingüístico del nombrar, y sólo en él, se configura la básica experiencia polémica de Kraus" (11). Cuando se llama o convoca una palabra por su propio nombre no se degrada a instrumento, no se banaliza. La palabra entonces regresa al origen, donde reina un frescor creador. Pero la defensa de la fantasía creadora en Kraus es una pequeña isla de fuego vivaz, rodeada por las palabras sin cielo de la sociedad capitalista.



III

Con mirada alerta, Benjamin observa vidrieras y fachadas dentro de bruñidas galerías. Camina por pasajes. En uno de ellos quizá repite la promesa de Stendhal, que atribuye al arte la promesa del bienestar. Una promesa que depende de la recuperación de resplandecientes ágatas en una playa abandonada. La regeneración de la experiencia será redención de una naturaleza y un hombre caídos.

A los veintitrés años Benjamin inicia una perdurable amistad con Gershom Scholem. Scholem se convertirá en el fundamental difusor del misticismo judío mediante su obra La cábala y su simbolismo (12). Scholem, junto con Adorno, será el principal propalador de los ensayos benjaminianos. Scholem guía al joven Benjamin al encuentro con sus raíces judaicas, con la constelación de la teología mística, un paraje sacro que barniza toda la obra benjaminiana, aun después de su explícita adhesión al marxismo.

El temprano ensayo sobre "El lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres", evidencia la caladura teológica del pensador de la "Tesis de la filosofía de la historia".

Para Benjamin, cada cosa reclama una forma de lengua. Porque toda cosa propende a la expresión de su esencia espiritual. Y ésta "se comunica en el lenguaje y no a través de la lengua" (13). La cosa preserva un sentido no apropiable completamente por lo lingüístico. Su centro es diferente a la lengua. Pero dicha diferencia sólo puede ser expresada en el lenguaje. Lo comunicable o expresable de una lámpara no es la lámpara misma; es sólo la lámpara del lenguaje, "la lámpara-en-la expresión". Sin embargo, el ser espiritual y el lingüístico coexisten indisolublemente. Si el ser espiritual pude expresarse en el lenguaje es sólo como revelación. Y lo que se revela es el nombre de origen divino, que es derramado o puesto en las cosas por el hombre. La participación humana es inevitable para que las cosas puedan acceder a un nombre. Las cosas, como tales, carecen de sonidos. El hombre le otorga a las cosas los sonidos de su nombre.

La creación se ha consumado merced al verbo divino. Y "todo lenguaje humano es sólo reflejo del verbo en el nombre" (14). El nombre es extensión de la palabra divina. Por el nombre se cristaliza la comunidad del hombre y Dios. El hombre es mediador. Pues las cosas reciben su nombre por el hombre. Por lo que, por el nombre, también se da la comunidad entre el hombre y las cosas. Entre el lenguaje humano y las cosas brilla la correspondencia, la continuidad, la identidad. Desde la equivalencia adánica nombre-cosa, Benjamin impugna dos concepciones del lenguaje: la teoría burguesa y la mística. La idea burguesa puede entroncarse con la posición saussuriana. La palabra es signo convencional, es unidad arbitraria de un significante y un significado. La palabra no es la cosa. Por el contrario, para la otra posibilidad, para la creencia mística del lenguaje, la cosa sólo es desde su adecuación plena con el lenguaje, con la palabra, como en la doctrina de Von Hulmbolt (15). Pero "ello es inexacto, porque la cosa en sí no tiene palabra: la cosa es creada por el verbo de Dios, y es conocida en su nombre según la palabra humana" (16). La cosa en principio carece de palabra. Sólo luego recibe su nombre del hombre. Pero esta donación lingüística precisa de un acto previo de traducción. La cosa, sin palabra, sin sonido, debe ser traducida, y en esta traducción la cosa es transformada. La traducción es pasaje de aquello que no tiene nombre al nombre. Al lenguaje.

En otro rellano del pensamiento, en sus Meditaciones Metafísicas, Descartes descubre que el pensamiento es la única verdad. La exterioridad de lo sensible, los cuerpos y formas materiales son dudosas. Pero el genio cartesiano debe restablecer la adecuación entre el intelecto y la cosa, entre sujeto y objeto, entre intimidad psíquica y mundo exterior. Recuperación de una adecuatio necesaria para evitar el solipsismo. Adecuación que brota finalmente por la mediación de la garantía divina (17). En un ritmo coincidente del pensar, en la tradición que Benjamin evoca, la autenticidad de la traducción que le confiere a las cosas su nombre "tiene su garantía en Dios" (18). La cosa está muda. Pero la detonación del nombre le da sonido y expresividad, la libera de la mudez petrificante. La naturaleza entonces habla por los nombres que el hombre le concede a las cosas. Pero el hombre y su pecado original pervierten la comunión entre los nombres y las cosas. Por su avidez de igualarse a Dios, el hombre pierde la pronunciación de los nombres y cae en la degradación de la palabra que juzga y castiga. Él mismo ahora vive en el castigo de la precariedad e inseguridad. Tras la caída, y el fallido salto al cielo de la torre babélica y la consiguiente confusión de las lenguas, la palabra naufraga. Las palabras no son ya la expresión de las cosas sino la exhalación de los juicios falsos de la opinión. La palabra es ahora charla o concepto abstracto. Remanente desmembrado del fallido asalto al cielo de la torre babélica, y de la consiguiente multiplicidad confusa de las lenguas. La palabra ahora rueda en los devaneos de la información, en la confusión cotidiana, en los murmullos sin sabiduría. La navaja de la palabra caída desangra también a la naturaleza. La condena a regresar al mutismo. El hombre ha perdido el don adánico de decir desde los nombres. Por lo que la naturaleza es ahora tristeza silente, sufrimiento sin voz. La caída sólo detiene su peso descendente en la promesa de la redención. En la esperanza de recuperar la palabra que expulsa la negación.

La facultad lingüística que otorga nombres actúa dentro de una lengua universal. Esa lengua, tras la caída, estalla, se deshace en la confusión babélica. La babelización supone la profusión de lenguas como entierro y olvido de la lengua única. Sólo subsisten fragmentos dispersos de aquel lenguaje. Residuos que pueden ser restituidos en el acto de la traducción. En "El trabajo del traductor" (Die Aufgabe des Uberstzens), texto de 1923, escrito como introducción de Tableaux parisiens de Baudelaire, Benjamin elabora su doctrina sobre la traducción. Lo influyen nuevamente las concepciones judaicas cabalísticas, el modelo de traducción ensayado por Hölderlin a propósito de Sófocles, y las notas introductorias de Goethe al Diván.

La multiplicidad de lenguas es fragmentación o desprendimiento de una lengua pura (die reine Sprache). La pureza del lenguaje originario sobrevive tras la Torre de Babel, como "el Logos que da sentido al discurso pero que no se muestra en ninguna lengua viva particular...es como una corriente oculta empeñada en explayarse en los canales obstruidos de nuestras diversas lenguas" (19). Tras la redención mesiánica todas las lenguas separadas regresarán a la unidad. Mientras tanto, el brillo soterrado de la lengua común surge en la traducción o pasaje de una lengua posbabélica a otra. Si la lengua A y otra B pueden ser traducidas es porque todos los hombres, todas las culturas, desean y necesitan decir un universo común de hechos, cosas y sentimientos. En esta unicidad de las aspiraciones expresivas despuntan los restos del lenguaje común, la Ur-Sprache que pretende una circulación de significaciones traducibles entre las distintas lenguas. Señal de emergencia de esta lengua originaria es cómo el traductor modifica y eleva su lengua de partida. La traducción de Hölderlin de la Antígona sofoclea, se diferencia vivamente del alemán corriente. En este ejercicio de la traducción el trabajo o misión del traductor es acercar su propia lengua al fondo otro de la lengua primera; al fondo del "lenguaje de la verdad". Y "...entonces el lenguaje de la verdad es auténtico lenguaje. Y justamente este lenguaje, en cuya intención y en cuya descripción se encuentra la única perfección a que pueda aspirar el filósofo, permanece latente en el fondo de la traducción" (20). Frente a las lenguas divididas y sus traducciones el filósofo intuye la reverberación de una luz casi totalmente oculta. Las acumulaciones, despliegues y transformaciones de las traducciones, en su capacidad de catalizar la liberación de lo originario, se asemejan a la labor de la hermenéutica cabalística del texto bíblico. Las distintas técnicas interpretativas que aplica el cabalista sobre la escritura revelada buscan desenterrar la velada esencia divina.

La traducción hace emerger algún retazo del esplendor de la lengua única. El fondo es sitio de concentración e intensidad de sentido. La superficie de las lenguas distintas es lugar de la escisión, distanciamiento y olvido de la Ur-sprache. La traducción aproxima el fondo a la superficie. En la acción traductora, desde el tejido-superficie de la lengua traducida actúa la memoria, no como acumulación de recuerdos, sino como restitución de una plenitud originaria. La restitución mnemónica de la traducción es, a su vez, un acto de liberación de lo obturado y olvidado.

El recuerdo de los nombres primeros de las cosas de la lengua adánica es afín a la memoria restitutiva que subyace a la traducción. El lenguaje así pensado pertenece no sólo al ámbito de la interpretación, la definición, la expresión artística o la organización racional del conocimiento. Dentro de la historia posbabélica, el lenguaje es medio para la memoria de la plenitud perdida.



IV

Entre las vértebras quebradas de la lengua adánica, subsisten todavía residuos de claridad, destellos de la primera mañana. La genuina traducción es restitución. Y también lo es el coleccionar. En lo particular sobrevive alguna raya del cielo. Entre el desierto gris quizá algunas gemas singulares pueden ser coleccionadas. Fuchs, el coleccionista, responde al llamado de algunas piedras preciosas...

Fuchs es coleccionista de caricaturas de arte erótico y de cuadro de costumbres. Su visión del arte le permite a Benjamin pensar la embestida contra el historicismo que luego continuará en "Tesis sobre filosofía de la historia". El historiador del historicismo contempla su objeto desde la distancia. El pasado se solidifica en una imagen eterna que responde al "Érase una vez", donde el acontecimiento histórico sólo es leído desde la repetida mirada de los vencedores. El materialismo histórico debe, por el contrario, hacer estallar el continuum histórico a fin de pensar en el pasado de dolor de los "vencidos" que aún relampaguea en el presente.

Una recepción dialéctica del arte siempre está mediada por la historia, y por las técnicas de creación propias de una época determinada. Por la caricatura, por ejemplo, es posible auscultar las fuerzas que circulan en un presente histórico. Lo grotesco, que es elemento propio de lo caricaturesco, es manifestación dual de un tiempo. Porque lo grotesco puede ser "la expresión de salud rebosante de una época", o señal inequívoca de decadencia dado que "los tiempos decadentes y los cerebros enfermos son propensos a las configuraciones grotescas" (21). La caricatura que Fuchs colecciona se desprende así de toda condición risible o intrascendente. Es vehículo superior para la comprensión de un tiempo.

Para Fuchs la creación es sana y exuberante biología, fuerza de origen corporal que no es contenida por un "erotismo taponado", como el que caracteriza a los maestros del barroco: el Greco, Murillo, Ribera. Frente a la restricción de la sobreabundancia, Fuchs, como Nietzsche o Buckhardt, encuentra en el Renacimiento la creatividad en su fase más intensa. Fuchs acoge entusiasmado al psicoanálisis y su postulación del origen erótico de las fuerzas creadoras. El "placer orgiástico" es valorizado como uno de los momentos más importantes de la cultura. Y en su concepto de arte hay sitio para la visión progresista, para la esperanza de progreso. El arte decimonónico es más rico en rumbos y concreciones que el arte del Renacimiento, "y el arte del futuro tiene necesariamente que significar lo más alto". Progresión histórica donde Fuchs comulga con el Víctor Hugo que anuncia, cual un profeta: " El progreso es el paso del mismísimo Dios". Las aspiraciones democráticas francesas de 1830, el sufragio universal, son parte de ese progreso, y de una Francia como "vanguardia de la libertad y la cultura".

Y el coleccionista Fuchs repudia el museo que sólo alberga las "piezas importantes". Piezas que son seleccionadas bajo la mirada de los vencedores de la historia. El museo protege una idea de lo relevante que excluye lo aparentemente insignificante. Por lo que los lujosos trajes de una fiesta cortesana serán más importantes que un humilde traje raído de un trabajador.

En la modernidad surgen grandes colecciones de gemas, de grabados. Así se preserva "el arte superior". Pero "Fuchs es el primero que busca un arte aparentemente secundario, interior, no digno del museo eternizador"(22). Fuchs colecciona caricaturas. Daumier lo impresiona vivamente. Daumier es caricaturista por su inmersión en su tiempo, por la lucidez crítica de su mirada, por una voluntad de ver y proteger al desamparado. Aspiración protectora que Fuchs entreve reflejada en el simbolismo de los árboles. Un árbol de ramas que se abren y proyectan a lo lejos "forma un techo impenetrable, que mantiene todo el peligro lejos de aquellos que se han puesto bajo su protección "(23).

Las caricaturas de Daumier, y toda caricatura en general, se confunden con el ritmo de un tiempo histórico y una sociedad concretas. Sólo mediante la violencia de un proceso de fetichización, la obra de arte se encierra en el mercado, y el fetiche fundamental del arte "es el nombre del maestro". Para forjar una actitud liberadora de la obra, Fuchs se nutre de sus estudios de la escultura china del periodo Tang. El movimiento de la obra en ese momento de la cultura del Extremo Oriente "es una prueba particular del modo y manera en que la colectividad contempló entonces las cosas y el mundo" (24). La identificación entre un individuo creador y la obra le impide a ésta ser resonancia colectiva, expresión cifrada de un entramado social. Cuando la firma exclusiva del artista individual retrocede la obra es restituida al arco de la fuerzas colectivas del presente. La obra vuelve a vivir como destello de un arte popular, como reflejo de un arte de masas. La caricatura es expresión nítida de ese arte de masas. Imposible es alejar a la obra de las redes de hechos y clases sociales. En esta compenetración, el materialismo histórico halla su elemento propicio. El arte de masas siempre está atravesado de historia. Y el mundo peculiar de una época determina nuevas técnicas de expresión artística que, a su vez, provocan específicos cambios de percepción. La caricatura así sólo puede surgir por las posibilidades de difusión masiva que permite la reproducción técnica del original. En la antigüedad, la forma común de circulación son las monedas, un soporte demasiado pequeño para albergar las imágenes caricaturescas.

Por otra parte, el arte oficial de museos y academias sitúa a la caricatura, o al cuadro de costumbres, en una condición de debilidad despreciable. Y precisamente, para Fuchs, el verdadero fuerte del arte caricaturesco y de costumbres "lo constituyen sus atisbos de cosas despreciadas, apócrifas" (25). Lo excluido y negado emerge con el resplandor de una gema individual y particular donde se refleja el aliento general de un tiempo.

En la modernidad, el arte es el fetiche del nombre del artista. Exaltación en concordancia con la preeminencia del caudillo y la cultura de la personalidad. El peligro de un voluntad única que enmudece el vasto tejido de las voces individuales.



V

En su ensayo "El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea"(26), Benjamin piensa desde el valle de la "distancia alemana", lejos de las fuentes donde pretende nadar la audacia de los pioneros del surrealismo (Breton, Aragon, Soupault). El surrealismo no desea un nuevo tipo de literatura; lo que quiere es la experimentación vanguardista y los aullidos burlescos ante el establishment. Lo que busca es la experiencia. La ebriedad de un libre discurrir de fuerzas creativas emancipadas de toda tradición conservadora.

Ante la realidad oscurecida por acumulaciones de dolor, por la insensibilidad ante lo misterioso o lo poético, o la sistemática explotación capitalista de los cuerpos y el tiempo; ante la realidad oscurecida, sin luz para la comprensión de lo reprimido o sofocado, el deseo clama por recuperar lo iluminador. La iluminación religiosa fue modelo del pasaje de lo no percibido ni vívido hacia el conocimiento. Pero el surrealismo supera esta forma religiosa del esclarecimiento. Y también supera el fugaz arrebato artificioso de los estupefacientes. Porque "la verdadera superación creadora de la iluminación religiosa no está...en los estupefacientes. Está en una iluminación profana, de inspiración materialista antropológica, de la que el haschis, el opio u otra droga no son más que una escuela primaria"(27).

Entre los reflejos de esta iluminación, el surrealista se libera de la ley repetida, de la costumbre sofocante, anquilosada, de la convención lingüística, esclerosada. El surrealista se ejercita en los "experimentos mágicos de las palabras", en "apasionados juegos de transformación fonética y gráfica". Los surrealistas no practican sólo un exótico malabarismo verbal, sino también la percepción de la rareza de los objetos dentro de la ciudad moderna. "Ningún rostro es surrealista en el grado en que lo es el verdadero rostro de una ciudad" (28). El surrealista confraterniza con Stavgorin, personaje de Dostoievski que sabe que el mal vive dentro de la naturaleza y el tiempo humano. El dios de Dostoievski "no sólo hace el cielo y la tierra, el animal, sino además la indignidad, la venganza, la crueldad". Así el mal brota espontáneamente en el obrar humano y su irrupción nos purifica de la ilusión de la santidad superior del bien. Para el surrealista, y para la mirada reinvindicadora benjaminiana, el culto del mal es "un aparato romántico de desinfección y asilamiento contra todo diletantismo moralizador"(29).

El surrealismo navega en una experiencia secular de iluminación, en la dinamitación de un agotado arte burgués, y en la veneración de un mal que libera de toda moralidad filistea. Pero la libertad surrealista no pasaría de un pasatiempo de ociosos burgueses desocupados si el surrealismo no transitara la angustia de integrar la libertad artística y la praxis revolucionaria. La participación del arte en una revolución real, la delineación de un arte proletario, un arte de masas liberador, debe gestarse mediante imágenes que inviten no a la contemplación sino a una acción colectiva y liberadora. La iluminación profana surrealista se alimenta siempre de un "materialismo antropológico", de un "inconciente concreto" o " empírico", de sensaciones y experiencias liberadoras. Pero lo corpóreo que se libera en el surrealismo no es sólo individual. "También lo colectivo es corpóreo". Las imágenes que deben ser iluminadas y descubiertas no deben ser estímulos para nuevos actos de refinada contemplación estética. Las imágenes de un arte revolucionario deben implicar el cuerpo y una transformación material y colectiva de la vida: "Cuando cuerpo e imagen se interpenetran tan hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces, y sólo entonces, se habrá superado la realidad tanto como el manifiesto comunista exige"(30). Las imágenes capaces de encender la excitación corporal colectiva se producen en un mundo moderno mediado, de forma inescindible, por la técnica. Benjamin, que escribe después del advenimiento de la reproducción técnica de la imagen, buscará en las imágenes cinematográficas una incierta cantera de potencialidad revolucionaria.

Vl

El arte es pensado por Benjamin en un territorio político. Los términos que se enfrentan, sin mediación dialéctica alguna en este caso, son el fascismo por un lado, y el arte progresivo y revolucionario por el otro. La estrategia fascista frente a lo artístico consiste en una "estetización de lo político". Lo político aquí es praxis de dominación autoritaria o manipulación totalitaria de las masas. El fascista encuentra en el arte futurista, en los manifiestos de Marinetti, un aliado. Que atribuye dignidad estética a la guerra. A la afirmación bélica del poder. Marinetti ensalza la belleza de los cañones, el sonido de la metralla, las columnas de humo que levantan dagas oscuras en el cielo, las chisporroteantes selvas de colores de las explosiones. El embellecimiento de la guerra favorece al fascismo igualador y su falso nacionalismo. La estetización de la política en el fascismo impulsa la movilización completa de la sociedad en pos de la guerra. Movilización que es subordinación exclusiva al Estado, proceso de sujeción colectiva donde sucumben las diferencias de las individualidades. La movilización total pensada por Ernst Jünger (31). El fascismo es, en su esencia, la negación de la revolución. Benjamin piensa la dinámica de un arte inutilizable para la justificación fascista. Por eso, frente a la estetización de la política, alienta la politización del arte. Pensar la interacción de la sociedad, la técnica y el arte contribuyen a "la formación de exigencias revolucionarias en la política artística" (32).

Y la guerra, la Primera Guerra, y su deshumanización organizada y su potencia destructiva, son parte de la innovación y transformación tecnológicas. Mientras la técnica se desarrolla, el hombre se empobrece. Pero, para Benjamin, este empobrecimiento es paradójico. Porque puede destilar también "un concepto nuevo y positivo de barbarie", como se destaca en el ya mencionado ensayo "Experiencia y pobreza". Ante el vaciamiento de una riqueza precedente surge una situación de tabula rasa que le permite al hombre "comenzar desde el principio". El arquitecto expresionista de vanguardia Paul Scheebart es un ejemplo, destacado por Benjamin, de una imaginación que proyecta una nueva cultura basada en el vidrio, donde no quedan huellas del pasado, de las costumbres ya agotadas. El vidrio es exponente de la omnipresencia técnica. Y su negación del aura, dado que "las cosas de vidrio no tienen aura". Una arquitectura de la trasparencia visual, de lo vítreo resplandeciente, sin acumulación o sedimentación de lo ya inerte, será aquello que "transformará por completo al hombre". Es la posibilidad, aunque fuera utópica, de que, desde la pobreza de la experiencia "salga...algo decoroso". Una imaginación relacionada con lo técnico y la supresión del aura puede dar un salto hacia adelante en términos de una transformación perceptiva capaz de reinventar al hombre.

El sesgo progresista de un empezar de nuevo desde el cruce de imaginación y tecnología, en en la segunda parte de "Experiencia y pobreza", es preludio de la posición optimista de Benjamin respecto a la integración entre el cine y la reproducción tecnológica.

Benjamin persigue la inserción del arte en un entramado histórico y social, como Fuchs. La creación artística, anclada en su temporalidad histórica, no puede enajenarse de la mediación técnica. En este sentido, la especificidad fundamental del tiempo moderno es la reproductibilidad técnica de la obra. El cine es la máxima expresión de este proceso. La obra cinematográfica es circulación y reproducción masiva. El film, en cuanto obra acabada, es efecto de yuxtaposiciones, agregados e interpolaciones. Montajes. El montaje impide la predominancia de un lugar o momento originario en la composición fílmica. Ahora, la ejecución del film "no es unitaria, sino que se compone de muchas ejecuciones" (33). El actor se extraña a sí mismo ante el ojo de la cámara. Es un accesorio. Benjamin recuerda el afán de Dreyer en su búsqueda de los actores del jurado que procesa a Juana de Arco bajo el cargo de herejía. Dreyer se empeña en impedir repeticiones de fisonomía, estatura o edad entre los actores. El actor como accesorio es víctima también de la pauta temporal que determina una duración predeterminada para una escena. La representación actoral en el cine es temporalmente divisible, y se descompone en una adición de segmentos de filmación que sólo alcanzan su unidad en la instancia secundaria del montaje.

El cine como arte por excelencia de la reproducción técnica es el ejemplo más nítido de la pérdida del aura. Para Benjamin, el aura es el atributo esencial del arte en sus orígenes. En el horizonte mítico y arcaico, la obra no es reproductible. Es irrepetible. Es singular. La singularidad acontece en un aquí y ahora únicos. La escultura del dios o el arte de la pintura en la piedra, sólo pueden ser contempladas en el lugar de su emplazamiento original, y en un momento de valor ritual específico. La obra así percibida rebosa el fulgor de lo auténtico. "El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad" (34). Lo auténtico no puede ser repetido. La diferenciación autenticidad-falsedad es una labor ineludible del comercio del arte, y por eso "la imagen de una virgen medieval no era auténtica en el tiempo en que fue hecha; lo fue siendo en el curso de los siglos siguientes" (35).

La obra que se manifiesta en la singularidad de su lugar y tiempo, aunque brille en una cercanía física, siempre desborda un resplandor lejano. En el instante de la contemplación, la lejanía nunca desaparece. Distancia que expresa la alteridad, la condición otra de la obra dentro de su pertenencia a su ámbito cultural. Pero, a su vez, la lejanía del aura subraya la presencia sagrada de la obra, su condición numinosa e inalcanzable. De ahí que la obra aurática se manifiesta en la esfera cultual, en el entramado de una experiencia religiosa. Es inevitable advertir así que el aura participa de la fenomenología general de lo sacro en el horizonte arcaico. Lo sagrado es presencia numinosa, intensidad extraordinaria, sobrenatural; es manifestación de otredad y, paralelamente, apertura dentro del tiempo profano hacia la experiencia de la rareza de lo divino, que siempre se revela como sobreabundancia. El arte imbuido de aura es el esplendor de la superioridad divina frente a la mirada humana. La experiencia artística, al ser parte del culto religioso, es puente ritual, zona de tránsito hacia la percepción de la lejana intangibilidad del ser.

La lejanía de la obra es confirmada por la existencia de la imagen artística en lugares ocultos. Las estatuas de los dioses se mantienen ocultas en la "cella", reservada a los sacerdotes. En el largo proceso de la secularización, la imagen oculta e inmóvil cede su lugar a lo exhibitivo y lo móvil. Así, "la capacidad exhibitiva de un retrato de medio cuerpo, que puede enviarse de aquí para allá, es mayor que la de la estatua de un dios, con su puesto fijo en el interior del templo" (36).

El aura es una noción dual ya que pertenece al ámbito de las obras de arte, pero también se vincula con los objetos naturales: "Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama" (37). El aspirar el aura de lo natural no debe ser interpretada como con-fusión o unión con lo observado. La distancia o lejanía es condición de preservación de la diferencia o alteridad de la naturaleza contemplada, o de las emanaciones de la sacralidad de la obra lejana. Cuando hay aura, hay lejanía. Pero al desaparecer lo aurático, se impone el deseo de proximidad. Por eso, en el mundo moderno desacralizado y sin aura, "acercarse espacial y humanamente a las cosas es una aspiración de las masas actuales" (38). La desaparición de la lejanía aurática supone también la eliminación de lo irrepetible, de lo que sólo puede darse en un aquí y ahora determinados. Ante la pérdida del aura, el arte, que es conciente de su ingreso definitivo en la reproducción igualadora y la condición de mercancía, reacciona con la doctrina del arte por el arte; o con la "teología negativa en el arte", por la cual la obra pierde toda remisión a una función social, como ocurre con Mallarmé (39).

Una práctica peculiar del gran pintor romántico del paisaje, Kaspar David Friedrich, puede ser señalada como una de las reacciones, más o menos desesperadas, frente al desvanecimiento aurático. Friedrich colocó su obra Cruz en la montaña en un lugar escondido dentro de su taller. El pintor tapó las ventanas con cortinas. De forma lenta y expectante, el visitante recorría un camino de penumbras hasta arribar a la imagen que exhibe una colina, sobre la que se alza una cruz, con el Cristo crucificado bajo un cielo pintado con los tonos del ocaso. El cuadro revive algo de la lejanía inherente a la presencia única e irrepetible de la obra dotada de aura. La puesta en escena, la mise en escene del lienzo del romántico alemán puede extenderse a la atmósfera mágica y el efecto metafísico que Artaud pretendía liberar en el espacio mediante el acto teatral (40). También en la tradición de las perfomans iniciadas por Klein acaso emerge una empobrecida supervivencia de la irrepetible y aurática manifestación de la obra (41). Pero el aura colapsa definitivamente ante las técnicas de los grabados y su reproducción de las imágenes. En el horizonte griego, sólo era dable reproducir una imagen mediante el fundir y el acuñar. En la Edad Media se agrega la xilografía y la litografía (42). A partir del siglo XIX, la fotografía amplía las posibilidades de la reproducción técnica. El retrato, muy en boga en los comienzos de la reproducción fotográfica, es el refugio último de la lejana fugacidad del rostro humano. Pero al desaparecer el rostro, lo fotográfico es succionado, finalmente, por lo reproductivo y exhibitivo, sin lugar ya para la dimensión cultual. Benjamin sitúa al fotógrafo francés Atget como epítome de este proceso. Atget fotografía las calles de París sin movimiento humano. Los espacios urbanos vacíos parecen "el lugar de un crimen" donde todo es exhibido en una desnudez cercana, sin la extrañeza de una misteriosa lejanía.

El cine potencia y excede la reproducción fotográfica. Los fotogramas inmóviles adquieren movimiento. La aparente continuidad de secuencias ocultan la manipulación de las escenas-fragmentos por el montaje. La novedad del lenguaje cinematográfico exige la teorización sobre su sentido. La teorización del montaje de Eisentein, la defensa de la imagen surrealista del primer Artaud, coexiste con la especulación teórica de Abel Gance, que compara la imagen fílmica con los jeroglíficos egipcios (43).

Pirandello, en su novela Se rueda, piensa la enajenación actoral ante la cámara. La incomunicación entre el actor y el público, lo que lo diferencia con el actor de teatro, permite al público de cine emplazarse en "la actitud del experto que emite un dictamen sin que para ello lo estorbe ningún tipo de contacto personal con el artista" (44).

La distancia o lejanía era antes parte de la intensidad aurática. La distancia, garantía de la condición otra de la obra, ahora (en el ámbito de la modernidad reproductiva) se convierte en medio sustentador de la acción crítica del espectador. En la distancia respecto a la obra cinematográfica, que se repite o exhibe sus copias en múltiples lugares, el espectador desarrolla una actitud crítica. Progresiva. Frente al cine, "la actitud de las masas es retrograda frente a una Picasso, por ejemplo, y se transforma en progresiva de cara a un Chaplin" (45). El arte abstracto inhibe la comprensión, obstruye la sensibilidad, paraliza el ver. Invade al espectador con sensaciones confusas, donde el significado se diluye. Obliga a una pasividad retrógrada. Por el contrario, la imagen cinematográfica cobija la coincidencia de una opinión experta y del placer por parte del público. Así, la "actitud crítica y la fruitiva coinciden".

La distancia entre el público y el cine en Benjamin deriva de la doctrina del teatro de Bertol Brecht. En su Breviario de Estética teatral, Brecht crítica la tradición aristotélica de la catarsis. Para el Estagirita, la representación de la tragedia cataliza la identificación público-personaje. El espectador así experimenta piedad o terror. Vivencia catártica liberadora (46). Por el contrario, el autor de La ópera de los dos centavos, defiende la Verfredung, la distancia entre el público y la representación teatral. La obra debe estimular el lúcido ejercicio crítico y agudizar la comprensión del conflicto social. En esta distancia bulle entonces una fuerza liberadora (47).

Pero el modelo del arte progresivo en Benjamin no sólo es Brecht sino también el cine ruso. Adorno, profundamente crítico de todo arte de masas (lo que incluye obviamente al cine), tendrá como referente a los Estados Unidos de la década del 40'; el horizonte histórico-social en el que los medios masivos, y su base técnica, componen lo que Adorno, junto con Horkheimer, llamaron luego "la industria cultural" en su Dialéctica del iluminismo. Pero Benjamin admira el arte popular y revolucionario forjado en la Rusia de los años 20'. La doctrina del cine-ojo (kinoglaz) de Vertov es típico ejemplo de un cine ruso progresista (48). Y Benjamin visita la capital rusa en 1926, invitada por Asja Lacis, una lituana bolchevique. Escribe entonces su Diario de Moscú, y se entusiasma con las potencialidades de la imbricación técnica-revolución en el futurismo soviético.

Junto a la distancia de la opinión experta y crítica pulsa la actitud del acercamiento, la compenetración entre el ojo artificial de la cámara y lo observado. Benjamin acude aquí a una ilustrativa comparación. El pintor o el mago mantienen la distancia respecto a su modelo o a su paciente respectivamente; el cirujano, en camino, introduce su instrumental en la interioridad de los órganos. La cámara quirúrgica entonces "se adentra hondo en la textura de los datos" (49).

Paralelamente, la condición fotográfica de la imagen fílmica permite una mayor cantidad de elementos susceptibles de análisis. La precisión fotográfica es científica y artística a la vez. Esta dualidad auspicia la integración cine y arte. El cruce entre lo artístico y lo tecnológico que fue cultivado por el ya aludido futurismo ruso (50).

El objetivo de la cámara se zambulle en la textura trivial y polimorfa de la existencia. Y con su sensible percepción del detalle óptico o acústico amplia lo real, "nos asegura un ámbito de acción insospechado enorme" (51). La trama conocida y cotidiana de casas, fábricas, oficinas, era antes un límite. Pero entonces "vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario" (52). Los límites de la percepción estallan. Entre los restos de la explosión son posibles "viajes de aventuras". El primer plano amplía el espacio, el retardador lentifica y modifica el movimiento. Pero la ampliación, cuestión fundamental, no es sólo clarificar lo que ya hay sino motivar la aparición de "formaciones estructurales del todo nuevas". El ámbito perceptivo conciente del hombre es ampliado. Así, la cámara depara la emergencia de "otro entramado inconciente". Cada hecho, cada encadenamiento de partes de ese hecho, contiene riquezas de detalles, escorzos, superficies y ángulos que escapan al ojo. Por la imagen cinematográfica se hacen visibles o "concientes" todos los pasos en la manipulación de una cuchara o los movimientos de las piernas en una caminata que antes permanecían inconcientes. Benjamin así piensa un "inconciente óptico" equivalente, desde sus diferencias, con el inconciente pulsional freudiano.

La ampliación perceptiva del mundo físico natural o cultural que nos rodea no es inquietud monopolizada por el cine. Desde otros caminos del arte, se intuyen también la pérdida en nuestra experiencia cotidiana de la rica complejidad de las cosas. Lord Chandos, alter ego de Hugo von Hofmannsthal, advierte la rareza de las cosas y confiesa que "...una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio pobre, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación. Cada uno de esos objetos, y los otros mil similares sobre los que suele vagar un ojo con natural indiferencia, puede de pronto adoptar para mí en cualquier momento, que de ningún modo soy capaz de propiciar, una singularidad sublime y conmovedora; para expresarla todas las palabras me aparecen demasiado pobres" (53). Husserll pensaba que el objeto sólo sería percibido si fuera visto desde todos los ángulos de observación posibles a la vez. Al mismo tiempo, sólo vemos un perfil en desmedro de todos los otros, que son succionados así por el "entramado inconciente". Desde la expresión plástica, el cubismo intentó paliar esta deficiencia perceptiva con la descomposición analítica del objeto para representar sus distintos escorzos de forma simultánea. A su vez, la preocupación por recuperar una visión de la cosa y sus diversos matices es propio de la percepción poética desde la muy conocida, pero no por ello agotada, noción de ostranenie o extrañamiento que formuló Viktor Sklovski, en 1917, en su artículo "El arte como artificio" (54). En nuestra vida corriente sólo reconocemos los objetos. Frente a una cosa, le aplicamos, de forma automática, nuestro concepto convencional sobre esa cosa. La cosa como tal no es percibida en su presencia y rareza. Por el contrario, la lengua poética recoge el proceso de extrañamiento del poeta ante la cosa. Acontece así un acto de visión en contraposición al reconocimiento. La ostranenie supone un distanciamiento del objeto diluido en un torrente de apariciones y percepciones automáticas. Este alejamiento es en realidad el preámbulo de un posterior acercarse (tal como lo consuma el ojo de la cámara) al objeto singular para percibir su porosidad propia. Y en su ensayo de 1923 "Literatura y cine", Sklovski forja una imagen sugestiva: "Vivimos en un mundo cerrado y mezquino. No sentimos el mundo en el que vivimos como no sentimos la indumentaria que llevamos puesta. Volamos a través del mundo como los héroes de Julio Verne a través del espacio cósmico en el vientre de un cohete. Pero nuestro cohete no tiene ventanas". Trascurrimos con veloz fugacidad entre las selvas de las cosas sin atender a sus diferencias propias. Es el "mundo cerrado y mezquino" desde el que no se ve; es el mundo estrecho sin ventanas abiertas que promuevan un acto de visión. Desde la perspectiva benjaminiana, la visibilidad que nos acerca a la singularidad de la cosa es consumada por el ojo de la visión cinematográfica, y la emergencia del inconciente óptico.

Y también mencionemos que, sólo siete años después del ensayo de Benjamin y su mención del inconciente óptico, Borges, en "Funes el memorioso", imagina un personaje que se empeña en retener en las redes de la memoria cada particularidad irrepetible.

La cámara absorbe particularidades que se convierten, desde entonces, en parte de la memoria de la imagen. El primer plano capta las fulguraciones particulares con su penetración quirúrgica en la materialidad. Y esta particularidad filmada, además de ingresar a la memoria de la imagen, se bifurca en multitud de copias; y, por lo tanto, en una dinámica de repeticiones.

Pero, en la tópica benjaminiana sobre el efecto de la imagen cinematográfica, el encuentro entre el espectador y la riqueza singular de lo antes no percibido no pertenece a ninguna contemplación serena. Esta experiencia pertenece al goce de la disipación y dispersión. Y frente a la dispersion está la introspección. La pintura reclama introspección. Un acto de concentración del contemplador. El dadaísmo construyó objetos artísticos inútiles, despojados de toda atribución de belleza formal, para motivar así una actitud de distracción ante la obra, y no de contemplación. Las condiciones escandalosas de la obra justificaban la distracción del público, su desparramarse o verterse en un acontecimiento fuera de la vida corriente o lineal. Antes, la obra era lo agradablemente bello, o la melodía que acariciaba a los oídos. Ahora, la obra es un "proyectil" que impacta en lo táctil, en lo corpóreo del espectador. "Como un choque". Así, "el efecto de choque del cine" propicia una recepción donde lo importante "no es ya la serenidad contemplativa sino la disipación, en la dispersión. El público es un examinador, pero un examinador que se dispersa" (55).

Benjamin encuentra en el dadaísmo una fuerza esencialmente positiva. En su ensayo "El autor como productor"(56) exalta el impulso revolucionario de las técnicas de fotomontaje de John Heartfield. Lo mismo que Grosz o Piscator, Heartfield, se afilió al KPD (Komunistische Partei deutschlands: Partido comunista alemán). El origen del fotomontaje es atribuido al dadaísta Hausmann por un lado, o a Grosz junto con Heartfield (57). Para Andreas Huyssen, en su obra Después de la gran división, Benjamin encontró en Heartfield un modelo de plena combinación de dos perfiles fundamentales: un arte popular, y un artista revolucionario. En Heartfield puede encontrarse "la aplicación y uso de técnicas artísticas modernas (fotografía y montaje ) y la adhesión y participación del artista en la lucha de clases"(58). En el ya aludido "El autor como productor", Benjamin estima que lo esencial no es que la obra de arte actúe como un vis-á-vis (cara a cara) de las relaciones de producción sino que actúe dentro de este proceso. Benjamin acude entonces al concepto de Brecht de "transformación funcional" (Unfunktionierung) como un desplazamiento de las formas de producción de la sociedad capitalista desde su uso opresor a una función liberadora. Esta conversión es el desafío de una intelligentsia progresista. La cuestión entonces no es ya "pertrechar el aparto de producción", sino "modificarlo en un sentido socialista". El artista se considera ahora como productor, y su meta es, por medio de las técnicas modernas de producción, situarse en una posición crítica, liberadora, y próxima a un arte popular capaz de elevar y liberar al proletariado.

El posible uso liberador de la técnica fotográfica en la variante de su montaje dadaísta es precursor de un uso igualmente liberador que Benjamin encuentra en el cine. La ya aludida dispersión dadaísta en la captación de la obra también es modelo de influencias progresistas. Y la disipación del espectador del cine (prolongación de la dispersión dadá) es, a su vez, una extensión de la atmósfera sensorial de la vida moderna. Desde este ángulo, el cine como ejemplo de la transformación técnica del arte es sólo entendible mediante la previa relación entre el individuo y la ciudad moderna.



VI

La ciudad moderna y su impacto sensible sobre el individuo. Este es el momento de invocar la fecunda hermenéutica benjaminiana de Baudelaire, como poeta del París del siglo XIX, arquetipo de la pujante ciudad de masas. Benjanin proyectaba una obra que sería su gran legado. El libro de los pasajes (Passagenarbeit) sería una visión histórica-filosófica sobre el siglo XIX a través de París, sus calles, sus cambios edilicios, sus tipos sociales, y la interacción multitud-urbe, mercado-mercancía. Benjamin nunca completó esa obra. Una diferencia con la obra adorniana, en sí misma acabada, de la Dialéctica negativa o La teoría estética. Un rasgo de inacabamiento que confirma la condición fragmentaria de la escritura benjaminiana. Muchos de los papeles que habrían de integrar la obra no consumada fueron entregados por Benjamin, antes de abandonar París hacia la frontera franco-española, en diciembre de 1940, al secretario de la Biblioteca Nacional: Georges Bataille, otro pensador destinado a resignificar la filosofía de la historia de cuño ilustrado (59).

París, capital del siglo XX, es uno de los textos que esbozan el proyecto del libro de los Pasajes. Y dentro de esa meditación, Baudelaire es el poeta esencial para Benjamin. A través de la obra del autor de Las flores del mal, puede ser pensada la modernidad. En lo moderno se expande la desertificación fetichista de la mercancía. Frente a esto, el artista protege la percepción de lo bello, y su contenido eterno y platónico, dentro del propio tiempo, en el espectro variado y colorido de las costumbres, los vestuarios, los pasajes, las arquitecturas y personajes de la gran ciudad (60). Ante la mercantilización de las obras de arte, y la creciente homogeneización, Baudelaire piensa una actitud de resistencia en la singularidad del dandi y el flaneur. El dandi hace de su vestimenta no el exhibicionismo de la moda pasajera, sino una forma de autoconstrucción de la subjetividad, desde un "cuidado de sí" (61). El dandi es un coletazo de las épocas aristocráticas que sobrevive antes de la consolidación completa del impulso igualador de la democracia. El dandi es el "carácter de oposición y de rebeldía" que pugna por "combatir y destruir la trivialidad" (62).

El flaneur, por su parte, es el individuo que deambula en un límite fronterizo. Es el paseante, el que deriva entre las calles sin un propósito o meta definida. En su bohemia, el flaneur no pertenece a la clase obrera ni a la burguesía. Es el solitario. Pero que deambula entre la muchedumbre. Su relación con un tiempo de caminata y placer es negación de los mandatos de Taylor, o de Rattier en su Paris no existe pas (63).

En el París del flaneur lo público devora lo privado. Las calles devienen continuación de la vivienda íntima. Las luces de gas iluminan ahora los pasajes en la noche. La luz eléctrica derrama seguridad y claridad en las horas nocturnas. Comienza "el esplendor del noctambulismo", y las calles del pasaje se convierten en nuevo interior. En los pasajes los vehículos aún no compiten con los peatones. Ante el centelleo de las llamas de gas, el cielo estrellado desaparece. La luz artificial, más que las casas elevadas, conspiran contra su visión. Entonces, "la luna y las estrellas no merecen ya mención alguna" (64).

Y el flaneur vaga entre esa nueva realidad urbana. Y también deambula por el bazar, el laberinto de las mercancías. El flaneur es un abandonado, como las mercancías, abandonadas en la espera del comprador. La multitud es asilo y narcótico. Baudelaire, crítico de la falsa ansiedad del haschisch y sus "paraísos artificiales" (65), habla de la "ebriedad religiosa de las grandes ciudades". El caminar por la ciudad moderna es cambio constante de perspectivas y ángulos. Sucesión cambiante de peatones, carruajes, destellos de fachadas y escaparates. El paseo por la ciudad de Baudelaire, que es preámbulo de la megalopolis contemporánea, es invadido por bruscos golpes sensoriales, cambios súbitos, shocks, colisiones.

Y el avance de la mecanización reduce a un solo acto lo que antes suponía un proceso. El encendido de la luz por un fósforo, o la comunicación telefónica mediante el levantar un receptor, sustituyen las numerosas acciones necesarias para hacer fuego o para girar la manivela de los primitivos aparatos telefónicos. La fotografía es otro ejemplo del proceso de simplificación de lo complejo en una brusca acción única al comienzo. Una fotografía implicaba numerosos pasos que luego son sustituidos por la instantaneidad del disparo.

Entre la ebullición sensorial de la ciudad el hombre debe permanecer en una alerta decodificadora de signos. Debe avanzar ateniéndose a las cambiantes señales de tránsito, al paso de otros peatones. En esta corriente cotidiana de exaltación, el individuo se aísla. Benjamin cita a Paul Valery, observador sagaz de la civilización contemporánea: "El habitante de las grandes ciudades vuelve a caer en estado salvaje, es decir en estado de aislamiento" (66).

El aislamiento dentro las multitudes hace que cada individuo se pierda o extravíe en sus intereses privados. En la masa los individuos se disipan en una generalidad abstracta. No hay algo común que los una. La única unidad es el mercado, donde los intereses privados no giran en torno a la persona sino a la acción instrumental del intercambio.

Baudelaire se aproxima a las masas por su admiración de Poe, por su traducción de "El hombre de la multitud" (67), donde el genio de "La caída de la Casa Usher" imagina un narrador en Londres que, sentado en un bar, a través de una ventana, contempla el paso de la muchedumbre. En la visión de Poe sobre la multitud no hay lugar para ninguna reflexión sobre el abandono fetichista de la mercancía, y su paralelo proceso de la división social del trabajo y la desintegración de la libertad en el capitalismo. El trasfondo de Poe es otro. Es el desvanecimiento de lo individual y su reducción a tipos sólo detectables por su vestimenta y su aspecto fisonómico; o la keep smailing como respuesta a los empellones que se reciben de los otros dentro de la multitud. Cunde entonces la incapacidad para la privacy, para la soledad de la introspección.

Y "El hombre de la multitud", en el que el narrador de Poe volcará su atención finalmente, es aquel que no puede encontrarse a gusto más que en la calle, en lo público, en lo multitudinario (68).

El hombre sometido a los schocks constantes somete su sistema sensorial, su sensorium, "a un complejo trainning" (69). Es aquí donde, desde Baudelaire y el flaneur y la brusquedad sensorial de la urbe de masas, Benjamin regresa a la meditación sobre el cine, el arte de masas por excelencia que liquida la unicidad aurática. La reflexión es ahora breve, y esta brevedad no es secundaria. Si el hombre de la multitud debe entrenarse en sus reacciones a la sobrestimulación sensorial contemporánea, es esperable que llegará "el día en que el film corresponda a una nueva y urgente necesidad de estímulos" (70). Se inicia aquí el distanciamiento en Benjamin de su primera postura optimista respecto a las posibilidades liberadoras del cine de masas. Las críticas de Adorno surten su efectos. Adorno entiende que sólo el arte hermético y de talante elitista, generado por unos pocos, y destinado a la lucidez interpretativa de unos pocos, encierra una potencialidad utópica liberadora. Un arte vinculado a la diversión, al entretenimiento de las masas, no podría ser genuina expectativa de una transformación dialéctica. Ahora, el espectador de la distancia crítica y el goce en la dispersión, se pierde en una marea de sobreestimulaciones.

La brusquedad de los schoks es parte también del trabajo alienado del obrero como apéndice de la máquina. Antes del reino fabril de la máquina, el trabajador producía con sus manos. La manufactura era efecto de un ejercicio, una habilidad desplegada en una tradición, en una experiencia transmitida de generación en generación. Pero bajo las garras del capital, y como advierte Marx: " no es el trabajador el que utiliza la condición de trabajo, sino la condición de trabajo es la que utiliza al trabajador; sólo con la maquinaria esta inversión conquista una realidad técnicamente tangible" (71). El obrero ya no es hábil practicante de un ejercicio manual; ahora es un autómata amaestrado por la máquina para que ejecute una sucesión de actos mecánicos que sostiene la producción de mercancías con un ritmo determinado.

Y ahora, el cine, lejos de su potencia liberadora, es parte de la alienación de la producción fabril: "En el film la percepción por schoks se afirma como principio formal. Lo que determina el ritmo de la producción en cadena condiciona, en el film, el ritmo de la recepción" (72).

La multitud ya no es salvada por la magia de la cámara. Ya no es posible el sendero progresista. La conmoción sensorial y la producción capitalista desembocan en un mismo estremecimiento alienante. Sin en la historia hay lugar para la salvación, para el salto revolucionario, éste procederá desde una costa distinta a la del arte.



VII

Benjamin piensa en la proximidad de la Escuela de Frankfurt. La intención de los fundadores de esta Escuela es el estudio del marxismo, libre de intromisiones partidarias o de la institución universitaria. Desde su fundación, en 1924, hasta la asunción de Horkheimer como director (del Instituto de Investigaciones sociales como era su nombre inicial), no se trasciende el marxismo ortodoxo. Desde entonces se inicia un neomarxismo que se construye sobre varios principios neurales. Uno de ellos es la teoría crítica en colisión con la teoría tradicional. Esta última pretende conocer desde la neutralidad valorativa y desde una supuesta objetividad del sujeto cognoscente. El positivismo será el producto más recalcitrante de esta mirada gnoseológica espuria. En contra de la asepsia de la teoría tradicional se yergue la teoría crítica que revela el condicionamiento histórico-social de toda postulación teórica del sujeto. El sujeto de conocimiento no es abstracto. No es la subjetividad kantiana de la apercepción trascendental, o el espíritu absoluto hegeliano, o el sujeto matemático-racional newtoniano. El lugar del sujeto, su mirada, sus productos, su misma existencia es efecto de campos de fuerzas que el materialismo histórico sitúa en la infraestructura económica, en la dinámica de los imperativos de las fuerzas y relaciones de producción. No hay neutralidad axiológica. El sujeto conoce desde un cúmulo de valores socialmente condicionados.

La teoría crítica reivindica un aspecto luminoso de la Ilustración: la acción crítica como desenmascaramiento de ilusiones y dogmas. Esta actitud es afín a la crítica desenmascaradora, con pretensiones de rigor científico, del capitalismo que Marx consuma en El capital. Pero la salud de la crítica ilustrada se corrompe en su contacto con la dimensión instrumental propia de la lógica del mercado y del capital.

La teoría crítica frankfurtiana se empeña en diferenciar una razón emancipadora, la razón sustantiva u objetiva, y la razón instrumental, subjetiva o formal (73). Esta racionalidad instrumental se extiende al ámbito del Estado y de las relaciones interpersonales, y a la búsqueda de los mejores medios para las máximas utilidades. El medio es la forma elegida por un sujeto calculador para la concreción de resultados. En su uso instrumental la razón se divorcia de un tejido de valores objetivos que se oponen a la opresión, y a la denigración de la dignidad personal en el trabajo alienado de la producción capitalista y la injusticia de la plusvalía. La razón instrumental o subjetiva niega la acción crítica-liberadora como cumbre de la facultad racional. Por eso, la razón sustantiva debe ser protegida por las lanzas de una teoría crítica. Que también, desde uno de sus vectores más enérgicos de investigación, explora las causas de la adhesión de las masas al totalitarismo.

La Escuela de Frankfurt, compuesta por intelectuales judíos, emigra a Estados Unidos en 1933. En ese entonces, pertenecen a la escuela Adorno y Marcuse. Adorno es músico y filósofo. Admira a Arnold Schoenberg cuya música conoce en Viena. Adorno representa otro de los aspectos innovadores de los teóricos de Frankfurt: la valorización del arte como herramienta crítica y como garantía utópica de una futura liberación. El marxismo ortodoxo sitúa al arte en la superestructura, como efecto mecánico de la infraestructura. El arte como el derecho, la filosofía o el Estado, sería un instrumento de la lucha de clases y del oscurecimiento ideológico del verdadero proceso social. Pero la Escuela de Frankfurt piensa a la cultura como proceso autónomo, no totalmente deducible de las tensiones de la base socioeconómica. En el arte centellea la alteridad, la visión de la otredad que niega la repetida afirmación del monstruo cotidiano de la alienación capitalista. Para Adorno, el arte es reservorio utópico de lo otro, de una sociedad de la libertad que aún espera. Estética y política se encastran en una expectativa revolucionaria común. Pero siempre subsiste el reparo de nombrar la sociedad que preserva lo utópico, como si en esto resonara el mandato cabalístico de la prohibición de nombrar a Dios (74).

La integración entre lo estético y lo político es afín a la fusión de discursos diferentes. Así, Marcuse integra marxismo y psicoanálisis, y Benjamin teología y materialismo histórico; y Horkheimer, en su última etapa, fundirá en un elixir común el materialismo dialéctico con la indagación religiosa sobre el sufrimiento y la caída (75).

Otro sonido del tambor de la teoría crítica es el rechazo de la idea de totalidad. Hegel es el arquetipo ineludible de la racionalidad totalizante. En el pensar hegeliano lo real es racional y, por lo tanto, el ser se muestra en el gran relato de una totalidad conceptual. La primacía de los conceptos generales sofoca lo particular. No hay sitio para lo diferente al sistema racional. Frente a la negación de una afirmación, la dialéctica hegeliana asegura el triunfo de una superación (Aufhebung) que reintegra lo opuesto en una restablecida identidad.

La totalidad hegeliana, donde toda negación es superable en términos dialécticos, impide que nada sea exterior al sistema.

Frente a la dialéctica afirmativa Adorno contrapone la dialéctica negativa. El destino de lo dialéctico no es ahora absorber oposiciones o diferencias. Su misión más alta es mantener la comunicación entre lo conceptual y lo no conceptual, entre lo racional y lo no racional, entre el sujeto y el objeto. El objeto como instancia diferente del sujeto no será engullido por una afirmación conceptual general. La esfera objetual de las cosas y las formas de la naturaleza son aceptadas en su independencia. El objeto no es fagocitado por el sujeto. Ahora brilla en su valor propio. En Adorno y Benjamin el objeto posee primacía. En el terreno del coleccionismo, el objeto guía al sujeto coleccionista. Y, en Adorno, contrariando a Kant y su doctrina del entendimiento a priori y sus categorías constituyentes del objeto, " el objeto, y no el sujeto era lo preeminente: era la previa estructura históricamente desarrollada de la sociedad la que hacía que las cosas fuesen como eran incluyendo las reificadas categorías de la conciencia kantiana" (76).

El objeto es determinado históricamente, pero esto no significa que su significado sea plenamente aprehensible en términos racionales. De hecho, el objeto no es plenamente racional, aunque su alteridad puede ser comprendida racionalmente. El objeto no es efecto de un sujeto apriorístico o metahistórico. Pero el objeto no puede ser tampoco recibido pasivamente como quería el positivismo sino a través de lo que Adorno llama la "fantasía exacta". En su conferencia inaugural La actualidad de la filosofía, la filosofía recupera el ars inveniendi. La fantasía inventiva supone que "el sujeto disponía activamente sus elementos, ubicándolos en relaciones diversas hasta que cristalizarán en una que hiciera que su verdad fuera cognitivamente accesible" (77). El sujeto recombina el orden o disposición de los elementos que le ofrece la realidad. Pero no para ir más allá de los fenómenos, sino para descubrir nuevos destellos entre las "enigmáticas figuras de la existencia empírica". La fantasía es "exacta" porque se atiene "al material que las ciencias les presentan". En este contexto, la tarea de una filosofía materialista, como la que pretende Adorno, no es entonces ya ninguna totalidad, como en el idealismo filosófico, sino construir figuras, constelaciones de elementos particulares cuya combinación y análisis permiten la comprensión sin el sometimiento de lo particular bajo un sujeto que reduce lo real a una representación general y abstracta (78).

En Passagenarbeit, Benjamin se proponía desplegar un "calidoscopio de constelaciones" para comprender al siglo XIX, en cuyo centro brilla París. La constelación benjaminiana integra la diversidad del flaneur, el coleccionista, la prostituta, la moda, la fotografía, el empleo frecuente del acero y el vidrio en las reformas edilicias urbanas.

En la multiplicidad de las constelaciones se abriga la relación entre el fenómeno, el concepto y el nombre. En Kant el sujeto está imbuido de la facultad a priori del entendimiento que, de forma espontánea, produce los conceptos de validez objetiva que determinan o poseen al objeto. El sujeto que construye el horizonte de los objetos responde al terreno del conocimiento como erkenntnis. En la posición benjaminiana, la forma contraria del conocimiento es la erfahrung, de la que ya hablamos desde otro lugar, y que ahora es la traducción ideal de lo empírico. La independencia de lo sensorial no es sólo la sensación como ámbito previo a la acción modeladora del espacio y el tiempo apriorísticos y la aplicación de las categorías kantianas. Lo sensible es determinación empírica, fenómeno que brilla en su autonomía y particularidad.

En Sobre el programa de la filosofía futura, Benjamin se propuso la fundación de "un concepto más elevado de la experiencia". La filosofía futura debe superar la restricción del concepto de la experiencia a las ciencias matemáticas de la naturaleza tal como ocurre en la Escuela neokantiana que gira en torno a Hermann Cohen, cuya obra,Teoría kantiana de la experiencia , es leída por Benjamin. La búsqueda de un conocimiento más puro, que supere los límites del horizonte kantiano, supone un retrotraerse al lenguaje y la idea de dios (como hemos consignado al analizar el ensayo benjaminiano del lenguaje). Este giro se consuma desde un sustrato teológico judaico y cabalístico. La verdad sólo se manifiesta desde el ámbito del lenguaje. Y la filosofía debe pensarse desde el regreso al vínculo lenguaje-divinidad. Así, el problema capital de la filosofía venidera "puede concebirse como la de descubrir o crear un concepto de conocimiento que...haga posible no solamente la experiencia mecánica, sino también la experiencia religiosa. No se pretende decir que con ello ha de lograrse el conocimiento de Dios, pero sí que ha de hacerse posible su experiencia y la teoría que a Él se refiere" (79). La apertura a lo teológico desde lo filosófico no es una postura exclusiva de Benjamin en su tiempo; también fue un momento importante de la gestación del pensamiento heideggeriano (80). Una actitud de regreso a una indagación de un sentido primordial que recuerda a los románticos en su volver a la mitología ante la racionalidad sofocante de la modernidad científica. Una revitalización de lo filosófico ante el agotamiento del mundo burgués desde lo premoderno, o en una relectura de los románticos como ocurre también con La teoría de la novela de Luckács, y el Espíritu de la utopía, de Bloch (81).

En El origen del drama barroco (Ursprung des deutschen Trauerspiels) (82) Benjamin ya había meditado en la complejidad del vínculo fenómeno-idea. En la representación de las ideas (Darstellung der Ideen) lo empírico es traspolado a lo ideal. En la cultura moderna que se cristaliza desde el pensamiento cartesiano en el siglo XVII, lo empírico es sustituido por la representación conceptual o mental del sujeto. Pero los fenómenos no pueden ser plenamente traspuestos a la idea (o a una representaión general); sólo dejan translucir los elementos particulares. "Los fenómenos...no entran en su totalidad en el reino de las ideas, sino que son redimidos sólo en sus elementos" (83). Para Benjamin, el fenómeno no es subsumido en una totalidad cerrada y plenamente conceptual, en una representación que absorbe o diluye lo particular dentro de lo general. Las ideas pertenecen a la dimensión propia del sujeto; "no están dadas en el mundo de los fenómenos". El conocimiento legítimo nunca puede ser posesión de un orden de cosas (desde la representación unilateral del sujeto).

El genuino conocimiento filosófico, para Benjamin, abre sus poros allí donde es la revelación y presentación de la verdad. En el Trauerspiel, Benjamin diferencia con claridad entre el conocimiento como posesión o adquisición de datos o propiedades sobre conjuntos de objetos o seres, y la verdad. El conocimiento no existe desde el comienzo como lo que se presenta a sí mismo. Lo que directamente se presenta a sí mismo, en cambio, es la verdad. La filosofía, se revela como verdad allí donde el lenguaje transforma las cosas en palabras. Por la mediación del lenguaje la verdad fulgura en la síntesis entre la recepción de la cosas y la espontaneidad del sujeto que le brinda un nombre. Por el contrario, en el conocimiento como posesión, falso conocimiento, la particularidad se suprime. El concepto absorbe lo particular y lo disuelve. En la genuina representación filosófica de la verdad, los elementos particulares de los fenómenos constituyen ciertas relaciones para formar una idea. Así, la cosa, lo empírico, el fenómeno se transforma en idea. Y, por esta vía, la cosa es preservada y no absorbida por los conceptos generales y apriorísticos.

El concepto en su función legítima es equivalente al nombre. El nombre, como advierte Benjamin en el comentado ensayo sobre el lenguaje, no es lo general sino la traducción en palabra de la específica particularidad de una cosa. El concepto así entendido protege lo particular, en su centelleo singular, dentro de la universalidad de la lengua. Entonces, la cosa, al ser pensada en su particularidad, es redimida (Rettung). Lo empírico recupera parte de su esplendor. Ahora, la alteridad de lo particular no es aplastada por los sistemas (de Platón, Hegel, Leibniz, Descartes) donde la idea absorbe al objeto. Luego del concepto que brinda un nombre a lo particular como particular, el sujeto amplía el conocimiento al descubrir las relaciones que unen a los fenómenos.

Pero Benjamin no puede conformarse con la preservación de lo particular como cosa pura. Sobrevive en esta actitud un peligroso misticismo. Que mediante la influencia correctiva del materialismo histórico conduce al Benjamin, pensador de la mística del nombre, que protege lo singular de las cosas, al recuerdo del dolor que pavimenta con grietas y heridas el camino de la historia. Ese dolor aún no redimido, de las generaciones abatidas y olvidadas.

IX

La última pieza ensayística benjaminiana, su manifiesto definitivo es la "Tesis de la filosofía de la historia". Lugar del cruce entre teología y marxismo. El testimonio de un peculiar misticismo humanista. Desde muy joven, Benjamin cultivó la valoración religiosa de un orden divino que irrumpe en lo histórico, en abierto desafio a la idea racional del progreso histórico: "Los elementos del estado final no se manifiestan con una tendencia progresiva aún sin configurar, sino que se encuentran incrustados en el presente en forma de obras y pensamientos absolutamente amenazados, precarios y hasta burlados. La tarea de la historia no es otra, en consecuencia, que representar el estado inmanente de la perfección como algo absoluto, y hacerlo visible y actuante en el presente" (84).

También influye en él el método de la interpretación cabalista del texto bíblico. El cabalista descompone y recompone el texto sagrado. En este juego hermenéutico de las recombinaciones puede estallar algún destello del misterio divino más profundo. El proyecto más audaz y genuino del libro de los pasajes de Benjamin era una obra compuesta exclusivamente de citas, de combinaciones de lecturas, de visiones intempestivas en cuyas combinaciones podría brotar una comprensión no sistemática del horizonte histórico del siglo XIX.

El ojo místico de Benjamin coexiste con su ojo marxista y materialista. Pero el modo de ver que prevalece en este ojo es la visión religiosa. Benjamin inicia el ensayo de la Tesis con la imagen de un muñeco, vestido a la turca, con una pipa que juega al ajedrez. El muñeco se cobija dentro de un enano jorobado que, mediante sutiles hilos, dirige las manos del jugador. El enano es la teología. La acción revolucionaria en la historia, meta del marxismo, es dirigida, en silencio, por la voluntad divina. Pero esta prioridad de lo teológico debe ser ocultada. Porque en un mundo plenamente secularizado la teología "es vieja y fea". El ocultamiento de la primacía de lo teológico no disuelve el hecho de que el muñeco es guiado por el enano-teología. La alegoría se inspira en un cuento de Poe, traducido por Baudelaire, "El jugador de ajedrez de Maelzel". Aquí, un ajedrecista autómata es presentado por el barón Wolfgang von Kempelen ante la corte de Viena en 1769. La exhibición de su rareza se extiende luego a los Estados Unidos mediante una gira organizada por Johann Nepomuk Maelzel. La descripción del autómata benjaminiano es casi un calco del que existe en el relato de Poe. La relación entre el autor de "Ligeia" y Benjamin en este punto surge al cotejar la relación entre el autómata y un influjo espiritual: "...la conclusión filosófica de "El jugador de ajedrez de Maelzel" es la siguiente: 'No hay duda alguna de que los movimientos del autómata son los regulados por el espíritu y no por otra cosa". En Benjamin, el espíritu de Poe se convierte en la teología, es decir, el espíritu mesiánico, sin el cual el materialismo histórico no puede "ganar la partida ni la revolución, triunfar" (85).

La construcción revolucionaria del hombre no es pensada por Benjamin, como en el marxismo ortodoxo, desde una provisional dictadura del proletariado que oficie de preludio de la sociedad sin clases. El protagonismo directo de la clase proletaria es sustituida por la memoria, como acto protector de la potencialidad revolucionaria. El sentido de la memoria no puede divorciarse del hecho de cómo se vive el recuerdo. El historicismo recuerda desde las alturas de la minoría que domina y vence en la historia. El historicista se une con lo que recuerda, y lo que recuerda es lo que elige recordar desde la unilateralidad de su mirada del pasado. "La empatía historicista resulta ventajosa para los dominadores de cada momento" (86). El historiador materialista, en cambio, con lúcida claridad, puede percibir que los bienes culturales "deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie" (87). El recuerdo que recupera el historiador materialista no son los supuestos grandes hechos acontecidos desde la óptica de los vencedores. No recuerda a los grandes hombres, sino a la "servidumbre anónina", a los hombres que, desde el anonimato, como postulaba Brecht, construyeron la Tebas de la siete puertas. El Mesías, luego de ser pensado como redentor, debe ser también "vencedor del Anticristo". Y esto, en una traducción materialista, significa: la victoria es la liberación de los opresores que masacran, silencian y olvidan a los oprimidos.

Para el historiador materialista, la imagen del pasado sólo regresa como "imagen que relampaguea", imagen inestable, que fulgura siempre en el borde de la extinción. La retrovisión del pasado bajo el peligro y la instantaneidad relampagueante no entrega una tormenta de información, sino una catastrófica acumulación de ruinas. Sobre la devastación vuela el "ángel de la historia", el angelus novus de un cuadro de Klee, el ángel del pasado. Su intención sería "despertar a los muertos y recomponer lo despedazado". Pero su voluntad liberadora es obstruida por un viento del paraíso que fragua un huracán, y que golpea sus alas hacia el futuro, "al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso." En contra de la filosofía ilustrada del progreso constante, Benjamin descubre la aridez de las ruinas, la historia como conmoción destructiva. Es la historia bajo el castigo bíblico, asociado al viento que expulsa y aleja del paraíso. El quejido continuo de los olvidados necesita de una acción redentora.

También la idea de la naturaleza de la socialdemocracia cae bajo la crítica benjaminiana por su absolutización del trabajo como forma de "resurrección secularizada ", y como "fuente de toda riqueza y toda cultura". El concepto marxista del trabajo, sin una mediación conceptual que le devuelva el dinamismo dialéctico, no piensa suficientemente los efectos del trabajo sobre la naturaleza. La explotación de la naturaleza se ofrece ingenuamente como alternativa a la salida de la explotación del proletariado. Benjamin reinvindica al escarnecido Fourier, con su idea de una comunidad, el falansterio, y su respeto por la naturaleza a fin "de hacer que alumbre las criaturas que como posibles dormitan en su seno" (88).

La impugnación de la socialdemocracia actúa en un registro parecido a la descomposición crítica que Benjamin consuma en su "Ensayo contra la violencia", a propósito de la violencia policial como medio ejecutor de la normatividad jurídica del Estado, bajo la complacencia de la democracia parlamentaria (89).

La ilusión del progreso, bajo cuyo hechizo caen tanto la teoría socialdemócrata como la historia digitada por la ilustración, es deudora de un tiempo vacío y homogéneo. El tiempo vacío es repetición del pasado que oprime y cosifica. Es la continuidad que quieren los vencedores, desde sus cumbres del poder. El tiempo vacío pretende ser un impulso constante de progreso. Pero todo idea de progreso en la historia es un brillo engañoso. Antecesor de la denuncia benjaminiana del falso ideal del progreso, fue Auguste Blanqui. El autor de L'Éternite par les astres. Un personaje opositor al poder, habitante repetido de las cárceles monárquicas, republicanas o imperiales. Blanqui denunció la historia como repetición de lo mismo, como reiterada irrupción de la catástrofe de la opresión. El infierno es la asfixiante repetición de lo opresivo en el contexto de la cultura decimonónica o de la Primera Guerra Mundial. En la historia como infernal repetición de lo mismo, no hay progreso. Y la repetición sólo es quebrada por el estallido de un tiempo-pleno, un "tiempo-ahora" (Jetztzeit), que hace saltar el continuun de la historia. Es la revolución de lo temporal vacío por la introducción de un tiempo impregnado de significado festivo y redentor. La Revolución Francesa restablece un nuevo calendario, inspirado en la Roma Antigua y pagana, que regresa a un tiempo donde lo actual no es espectral reiteración de lo mismo sino potencialidad transformadora. La energía revolucionaria se vincula con la conmemoración, con los días festivos que conmemoran una intensidad pasada. El tiempo pleno propicia la liberación del tiempo-reloj, de la temporalidad medida. Por eso, Benjamin recuerda la espontánea acción de los revolucionarios de la Revolución de Julio. Al extinguirse la luz "del primer día de lucha ocurrió que en varios sitios de manera independiente y simultáneamente, se disparó sobre los relojes de las torres" (90).

El tiempo pleno y su condición detonante implica la incorporación de la detención dentro del movimiento de la homogenidad vacía. El historicismo repite siempre el despliegue de la historia, como historia universal, mediante la sumatoria o adición de hechos; y pregona el regreso a un presunto origen invariable mediante el lema "érase una vez". Para la historia materialista, tal como la entiende Benjamin, lo propio de lo histórico no es sólo el movimiento y continuidad de hechos e ideas, sino una construcción asociada con la detención y la monada. Detención no es anulación de la potencialidad o del impulso de innovación o superación dialéctica. La detención es cristalización de lo temporal en un fugaz centro donde las tensiones de lo pasado se vierten en el tiempo-ahora. Ese lugar de concentración es la monada. Sitio de concentración de la expectativa y el recuerdo. La monada es inclusiva. Las obras de una vida se concentran en la obra, " y en la obra de una vida la época, y en la época el decurso completo de la historia" (91). Y lo monádico, en un momento de detención, puede abrirse. La monada se abre entonces en su detención, y adquiere la doble valencia de proceso mesiánico y liberación-redención de las generaciones ahogadas en la opresión. Así, eclosiona la "detención mesiánica del acaecer", o dicho de otra manera: irrumpe "una coyuntura revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido" (92). El presente del tiempo homogéneo es vacío. En cambio, la actualidad del tiempo-ahora es monádica concentración de la "historia toda de la humanidad". El presente no es efecto o causa. No se desplaza en la causalidad. No es sucesión cacafónica de datos. Por el tiempo-ahora se infiltra en lo histórico "las astillas de lo mesiánico".

Los judíos experimentaban el tiempo pasado como conmemoración. Como un revivir lo pretérito mediante la memoria. La persistencia de la conmemoración protege y retiene la mudez sufriente de lo pasado, la voz de las generaciones sepultadas bajo el frío lodo del olvido. La memoria concentra en el presente el torrente de tensiones y expectativas; por lo que el ahora es traspasado por lo inminente. Por la inminente detención que es el acaecer mesiánico, "ya que cada segundo era la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías".

IX

Los trenes, las máquinas, las fábricas gritan sobre la tierra dolorida. Las sombras caen sobre las sombras. Dominar, poseer, acumular, ostentar y reír es lo que complace al vientre del capital. La satisfacción del poder aplasta girasoles, tritura semillas radiantes ya antes de su florecer.

Pero la hierba y las piedras, los mares y las montañas, recibieron alguna vez la luz de una extrema fuerza creadora. A pesar del velo oscurecedor, algo queda de la radiación inicial de las cosas y los seres. Algo aún centellea.

Ver los destellos del jardín perdido entre el desierto. Coleccionar los destellos de una intensidad sobreviviente. Pensar desde la palabra que sabe que su dignidad superior no es la clasificación, la descripción de la ley matemática, o las definiciones de lo histórico más gratas para el poder triunfante.

Benjamin, pensador ensayista, ya no es topógrafo del gigantismo conceptual del sistema. No construye las columnas de una racionalidad omniabarcante. Pero tampoco encuentra su principal deleite en golpear los pies de barro de las filosofías de la totalidad.

El pensador se deleita cuando es coleccionista de ágatas en una playa de tesoros sobrevivientes, cuando es defensor de la teoría crítica y de la creencia religiosa que quiebra el cuello de la historia que olvida el sufrimiento pasado.

Nietzsche asegura que el verdadero filósofo es un niño o un farsante. El auténtico amante del sofos es un adulto que piensa desde el asombro infantil. Para Benjamin, el hechizo de la infancia no es sólo evocación nostálgica sino el modelo de un pensar sensible ante la rareza de lo diverso. Actitud opuesta al pensar sólo receptivo a las grandes estructuras de un conocimiento sistemático.

Benjamin pondera el coleccionismo de Fuchs. Pero él también fue coleccionista de libros infantiles ilustrados (93). Antes de la teorización sobre el coleccionista, experimentó la relación específica que el coleccionar inaugura con los objetos. En su artículo "Alabanza de la muñeca (1930). Un comentario sobre las muñecas y títeres de Max von Boehen", manifiesta: "la verdadera pasión del coleccionista, la que por lo general se ignora es siempre anárquica, destructiva". Y se distingue "por la porfiada y subversiva protesta contra lo típico, lo clasificable" (94). Benjamin habla de la falta de actitud del verdadero coleccionista en Boehn. Habla desde su propia praxis como coleccionista. Sabe así que en el comienzo del proceso del coleccionar se destaca "lo anárquico" y "destructivo", es decir una "protesta" contra aquello que sólo existe dentro de un tipo general, de una clasificación o taxonomia. Las clasificaciones de los conjuntos de los seres, o la indicación del supuesto conjunto que a todos los contiene, es supresión o liquidación del "objeto único" al que el coleccionista es fiel. Pero el respeto por la singularidad del objeto no es refractario a un nuevo orden. Mas este orden son los tesoros individuales que componen una "enciclopedia mágica". Así se preserva al objeto en su individualidad siempre expuesta al olvido, o a su rechazo como residuo en un mundo de objetos genéricos, útiles, descartables.

El objeto que atrae la atención de Benjamin en este momento es, alternativamente, el juguete o el libro infantil. La percepción de la rareza del objeto lúdico-infantil es silenciosa resistencia ante el desvanecimiento del aura y su lejanía bajo la reproductibilidad técnica. El coleccionista ve la textura fisonómica propia de colores y formas del objeto coleccionable. Así, al observar al anticuario que manipula el objeto antiguo en una vitrina, Benjamin descubre que "los coleccionistas son fisonomistas del mundo de los objetos" (95). El tacto, la proximidad física con el objeto singular, inspira o enciende una luz de asombrada concentración en su rostro. Cuando tiene entre sus manos la cosa coleccionable, el coleccionista parece "...un mago que viera a través de ella su lejanía" (96).

Benjamin piensa primero el coleccionismo en el ámbito del mundo de la infancia. En este horizonte, el objeto aún conserva su lejanía, una impronta aurática. Una intensidad originaria. El objeto impregnado de infancia concentra y conserva una rica plenitud. Donde lo diverso no es todavía ahogado por lo genérico.

Además de coleccionista de libros infantiles, Benjamin tuvo oportunidad de hablar para los niños a través de la radio entre 1929 a 1932. Aunque no valoró mucho esta actividad, aquí se aprecia una recuperación de la condición del narrador por la vía de un medio técnico aún no totalmente contaminado por la degradación manipuladora del fascismo hitlerista, o de la industria cultural norteamericana (97).

Las reflexiones sobre el coleccionismo desde el interés por los objetos infantiles son continuación del Benjamin que evoca su propia vida infantil en Berlín. En Infancia en Berlin hacia 1900, el pensador se sumerge en la versatilidad mágica de la niñez. Benjamin recuerda lugares, hechos, personajes, de su pasada vida de niño berlinés. El ensayista coleccionista recuerda su pupitre, el sitio preferido de su habitación. Un pupitre especialmente construido para el niño miope que era Benjamin. El niño Benjamin que, al volver del colegio, celebra la presencia de su pupitre. Entonces, es feliz al disponer sobre su superficie racimos de libros para darle imágenes a un juego de calcomanías. El calcar es una asombrada navegación entre muchas figuras. Al frotar y raspar, al advertir las coloridas formas calcadas, "todo, humedecido por el rocío que lo refrescaba en el crepúsculo, resplandecía por la proximidad de un nuevo día de la creación" (98).

El valor del objeto coexiste con el placer del juego, del calcar que impide el desvanecimiento, la fatiga, el envejecimiento. Lo diverso conserva su radiación intensa, sin acumulación de ruinas, heridas o destrucciones. El día de la creación subsiste aún sin caídas en la opacidad de lo empobrecido.

Y los armarios también son motivo de veneración por el pensador que recuerda su infancia berlinesa (99). Un armario atrae especialmente su atención. Un mueble que siempre mantiene sus puertas abiertas; un orden sagrado aparece detrás "de las puertas de los armarios abiertos de par en par como el fondo de un relicario del altar" (100). Algunos regalos en el árbol de navidad son guardados en el armario, para que el regalo permanezca más tiempo nuevo. Pero el pensador recuerda que su intención no es "conservar lo nuevo, sino renovar lo antiguo"(101).

La renovación demanda salida de la repetición de lo mismo. Hay una repetición que es reconfirmación compulsiva de una experiencia placentera anterior. La naturaleza repetitiva y conservadora del instinto descripta por Freud en Más allá del principio del placer. Y hay una repetición que cosifica, que obliga a la inmovilidad desértica. Es el trabajo alienado en la sociedad capitalista. La repetición infantil, por el contrario, se cristaliza en el espacio del juego. Un juego y una situación vivida anteriormente como placentera es repetida no desde "un hacer de cuenta que...", sino desde un "hacer una y otra vez". La repetición puede ocurrir como reiteración teatral, como nueva escenificación de una experiencia pasada. Pero el niño no acepta la recreación como representación de una matriz original perdida. Sólo tolera la repetición de la misma situación revivida como parte de un eterno presente. La repetición así vivida, y su contenido, reviven por el hábito y la repetición del jugar una y otra vez. El niño aprende a dormir o a vestirse, a lavarse y comer, por el juego. Por eso, detrás de los hábitos se sedimenta el humus de los juegos infantiles, de "las formas irreconocibles, petrificadas, de nuestra primera dicha, de nuestro primer horror" (102). Así, la respuesta infantil ante la dicha o el horror originario es "la ley de la repetición" del juego. Repetición en la que siempre palpita la recreación de la intensidad originalmente vivida.

Pero la repetición creadora actúa también como creación a partir de los residuos, de los desechos. En Calle de Mano única, Benjamin señala la tendencia de los niños a acudir a lugares de trabajo, donde les atraen los desechos de la construcción en edificios, casas, huertas, o talleres de carpintería. Mediante los residuos, los niños crean un nuevo mundo de cosas. Este acto lúdico y creador desde lo residual puede extrapolarse al plano histórico. Actitud vinculada con los hermanos Goncourt, autores de las primeras novelas de la literatura francesa de temática social, sostenidas en un estudio del medio. Ellos, a través de lo marginal y residual lograron hacer "historia con los desechos de la historia" (103). Logro que se acerca a la sensibilidad que percibe lo olvidado por la historia escrita en los impolutos pergaminos de los vencedores.

Como la poesía y la mística, la percepción infantil del mundo es una forma de apertura a la alteridad que escapa al sujeto clasificador y ordenador. El estado común de la infancia es la percepción de intensidades encantatorias. El asombro infantil ante un árbol de susurrantes hojas, o el horror ante la oscuridad nocturna, son aperturas a la realidad como desborde de vida misteriosa y singular. Cada cosa pueda atraer al niño por la rareza de su presencia. En esta experiencia ninguna cosa es más rara que otra. Lo que no significa que todo sea igualmente raro, sino que cada cosa irradia su rareza propia.

El niño camina por selvas de rarezas todavía no sofocadas por un centro opresivo. La realidad aún no gime en la relación entre el dominador y lo dominado, entre el amo y el esclavo. El mundo de la infancia es la existencia de la asombrosa rareza diseminada, donde toda cosa fulgura en una existencia que susurra un nombre propio, inconfundible, que no se diluye en ninguna generalización.

La rareza de la presencia es quizá la supervivencia de una percepción paradisíaca o edénica. Su pérdida o caída abre el llamado de la redención o restitución de lo perdido. Restitución que Benjamin, en la última llama de su pensamiento, pretende consumar mediante lo mesiánico. El niño vive entre las ruinas del paraíso. Y a veces, muchas veces, es devorado por el infierno sin salida de la explotación infantil, el hambre y la muerte prematura. Pero cuando el niño puede vivir su niñez, la realidad de las personas y objetos es intensa. El niño sabe que en cada cosa vibra una serpiente de color único.

La recuperación adulta de la intensa magia infantil espolvorea sobre Benjamin, como lo recuerda Adorno, la condición del mago: ..."si he reproducir lo exterior, tendría que decir que Benjamin tenía algo de mago, pero en un sentido nada metafórico, muy literal. Uno se lo podía imaginar con un alto cucurucho y una especie de varita mágica" (104). La varita mágica que sostiene Benjamin en su trato habitual con las cosas se armoniza con el desarrollo adulto de la facultad analítica. Benjamin integra las armas de la agudeza intelectual con la fluida y alerta sensibilidad del niño ante los fenómenos que se suceden. La varita mágica campea sobre una fusión de aptitudes lógicas, discursivas y sensitivas que producen un raro tipo de intelectual artista. Cuya acción principal no es la reducción de lo real a conceptos esqueléticos o la declamación sofisticada de consignas revolucionarias, sino la conservación, en la propia persona, de una inteligencia sensible, cuyas dedos, al frotar las superficies, encuentran grietas de horror. Pero también las diseminadas raíces burbujeantes de un arco iris.

La percepción infantil de la rareza de las cosas es afin a la experiencia del coleccionista. Porque el acto de coleccionar es una forma de volver a percibir la rareza mágica, aurática, irrepetible, de la cosa en su antigüedad, en su singularidad, en su presencia.

Y el Benjamin "mago", el intelectual sensitivo, siempre curioso y asombrado ante los tesoros de las pequeñas cosas, muestra cualidades semejantes a las que Baudelaire le atribuye a Constantin Guys; a ese "hombre-niño" que "todo lo ve como novedad" y que siempre "está embriagado" (105). Aquí actúa, tal vez, una forma de salvación más discreta, más particular, menos apabullada por la espera de la ruptura mesiánica. Cuando se piensa o crea desde la evocación de la infancia, desde un volver a inclinarse ante la rareza de las presencias, el pensamiento o el arte avanzan entre algunos castillos perdidos.



X

La experiencia de la infancia sólo sería nostálgica evocación sin poder de desencadenar ninguna cosmovisión crítica si la espontaneidad de la sensación no fuera resignificada por el intelecto. La fertilización del sentido depende aquí del encuentro entre la experiencia sensible y la comprensión del concepto, que profundiza o amplía lo vivido. La necesidad de la integración entre intelecto y experiencia, Benjamin ya la había vislumbrado en su El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, de 1918 (106). Friedrich Schelegel es arquetipo del crítico romántico, con su crítica del Meister de Goethe. Schelegel es ejemplo de una "absolutización de la obra creada" en tanto que, mediante la crítica, el texto se hace sensible en una imagen y provoca "el deslumbramiento en la obra". Deslumbramiento como reminiscencia de la experiencia mística de la revelación luminosa del ser. Elemento que motiva que Benjamin se sitúe en una "postfase esotérica" para meditar sobre el concepto de crítica romántica. Ésta no se vincula con un pensar sistemático, con clasificaciones rígidas o formales de elementos. "La crítica no es pues (a diferencia de la concepción actual de su esencia) juicio, en cuanto a su intención central, sino que por una parte es realización, acrecentamiento suplementario...y por otra parte su resolución en lo absoluto" (107). La crítica es resignificación intelectual de la experiencia. Que no sustituye la experiencia sensible del arte por el concepto sino que profundiza, intensifica, la potencia resonante de la obra. Las afinidades electivas ( Die Wahlverwandtschaften) de Goethe será el texto motivador del propio modo benjaminiano de crítica acrecentadora de la obra. Aquí, metafóricamente, Benjamin piensa a la obra como "hoguera inflamada". Frente a ella, el comentarista (falsamente llamado crítico) actúa como "químico", para el cual "la madera y las cenizas son el objeto de su análisis". En cambio, el verdadero crítico es el alquimista; para "éste la llama misma es el permanente enigma, el enigma de la vida. De ahí que el crítico pregunte por la verdad, cuya llama viva continúa ardiendo sobre los pesados restos de lo pasado y sobre las livianas cenizas de lo vivido" (108). La aprehensión de la llama, su acrecentamiento luminoso mediante el acto crítico, abre la obra de arte a un espesor de significado que trasciende los elementos formales. En la obra subyace una verdad abierta, mudable, acrecentable. Desde la vision benjamininia, la respuesta que, en el romanticismo, el crítico le da a la obra, no se vincula con la racionalidad sistemática del intelectual moderno, sino con la percepción mágico-poética del mundo premoderno.

La fuerza sensible de la obra pide una crítica que prolongue, ramifique y avive sus sentidos. La critica así concebida de la obra de arte es parte del acto creador.

En este caso lo que nos interesa es observar que el encuentro entre la experiencia (como obra de arte) y el intelecto (como crítica) no es institución del conflicto entre lo conceptual y lo sensible, tal como sí ocurre en la modernidad kantiana, cartesiana o científica. La experiencia y el concepto se integran dialécticamente. Se intensifican recíprocamente. El pensamiento puede así abrirse a aquello que brilla en la obra como presencia distinta al puro concepto clasificador u ordenador. Lo distinto en la obra es el enigma de la vida; lo distinto en la experiencia infantil es la espontánea magia renovadora de las cosas en el tiempo; lo distinto como presencia no racional en el tiempo histórico es lo mesiánico.



XI

Para el pensador de la "Tesis de la filosofía de la historia", la liberación se asocia a una milenaria creencia religiosa que convoca la intervención mesiánica.

Zachur es un imperativo judío del recuerdo. El recuerdo de la esclavización en Egipto. El exilio en Babilonia, la destrucción del templo por Tito. El recuerdo del dolor pasado es demanda de redención en el presente. El hombre debe acelerar o apresurar el momento del estallido mesiánico. Así, Benjamin "pertenece a una tradición disidente, la de aquellos a quienes se llamaba Dohakei Haretz, los que precipitan el fin de los tiempos" (109). Frente a la aceleración de la irrupción divina en la vacuidad histórica puede caber la reacción perpleja y algo airada de Rudolf Tiedeman (110), o aceptar el elemento de alteridad divina en la ruptura mesiánica, que se confunde con la preparación humana y colectiva de este momento liberador en la historia.

La experiencia mesiánica en Benjamin no es promoción de un intervencionismo unilateral de lo divino, en tanto fuerza que asegure una salvación que cierre la historia como cumplimiento de un plan sagrado. En Benjamin, lo mesiánico judío es despojado de toda revelación sustantiva y conclusiva, de toda fulguración donde obre una restitución completa del sentido. Aquí es decisiva la influencia de legado kafkiano, y de su breve relato "Ante la ley". En la narración de Kafka, la puerta de la ley siempre está abierta ante un campesino que espera. Pero nunca llega el momento en que el guardián (que custodia la puerta) le permita el acceso a lo secreto. El que espera desea intensamente que se le revele el sentido de la ley. Mas la revelación no ocurre. El pasaje de un sentido salvífico oculto a su ardiente manifestación no se supedita a ningún proceso evolutivo, a ninguna acumulación de méritos o progresos espirituales que desencadenen o fuercen la revelación. Lo divino no es garantía de una intervención en lo histórico como consecuencia de una lenta procesión evolutiva. Aquí se sitúa el Benjamin que denuncia todo ideal ilustrado o cristiano de progreso. La aparición repentina de una otredad redentora no puede acontecer dentro de la repetición de lo mismo del tiempo homogéneo y vacío (que se presenta engañosamente bajo los oropeles del progreso). Dentro de la repetición maldita de la opresión, del olvido y la negación de la vida feliz, nunca obrará el rayo trasformador del instante mesiánico.

Nada asegura el salto de tigre hacia un tiempo-pleno; nada asegura la salida de la historia repetida. La relación Benjamin-Kafka es comprendida por Scholem: "Benjamin descubre en el mundo de Kafka la inversión negativa de las categorías judías. Nada de doctrina positiva. Apenas subsiste...una promesa estrictamente utópica, imposible todavía de reformular. Benjamin reconocía en Kafka la teología negativa de un judaísmo que perdió el sentido de la revelación, pero que no perdió su intensidad"(111). Scholem agregará que si hay revelación en el judaísmo kafkiano sólo es en tanto revelación negativa, revelación paradojal que revela su propia nada, y su "imposibilidad de realización". Y como el propio Benjamin luego le manifiesta a Scholem, el gran mérito de Kafka es determinar que la redención sólo es "en el reverso de esta nada". Lo redentor no actúa entonces como calculada intervención divina, como revelación positiva. La detonación mesiánica dentro de la historia se envuelve así, en un doble movimiento de incertidumbre profunda y de esperanza únicamente alimentada por la fortaleza de la espera. La incertidumbre vigoriza la intensidad de la espera de una ruptura inminente. Que ya no es efecto de ningún proceso, sino estallido intenso, irrupción de lo redentor por una estrecha puerta dentro de lo histórico. Y aunque ocurra alguna vez la instantánea erupción redencional, ésta no asegurará ninguna salvación completa, definitiva, sino una redención parcial del pasado ahogado en la ciénaga del sufrimiento olvidado.

Espera sin garantías de la ruptura mesiánica. Mesianismo que vierte su originario fluido religioso en las copas de la acción humana, que a lo sumo puede favorecer o alentar la ruptura por la memoria, por la traducción de los restos de la lengua adánica perdida, por el asombro infantil ante las presencias radiantes, por la atención a los fragmentos subsistentes de una luz originaria. Una luz que se oscurece dentro de las clasificaciones generales, y del trabajo alienado capitalista.

En el fragmento teológico-político Benjamin obtura el peligro de todo regreso a una historia de fuste teocéntrico como consecuencia de la invocación de un rupturismo mesiánico: " El reino de Dios no es el telos de la dynamis histórica; no puede ser propuesto aquél como meta de ésta...Por eso el orden de lo profano no debe edificarse sobre la idea del Reino divino; por eso la teocracia no tiene ningún sentido político." (112).

La historia vista desde la mirada de la irrupción mesiánica rodea acantilados abruptos, una región de arduos desniveles. El desnivel entre la aspiración humana a la liberación colectiva y su innegable incapacidad histórica para la concreción de ese acto transformador. Las revoluciones que anunciaban grandes procesos de transformación colapsaron quizá en el momento mismo de su inicio. La Revolución Francesa, la Comuna de París, las revoluciones liberales decimonónicas, el Octubre Rojo. Acumulación de las ruinas del dolor (que ve Benjamin a través de la criatura angélica de Paul Klee). Pero también sedimentación de escombros de torres revolucionarias derrumbadas. El fracaso de lo revolucionario en la historia hace pensar en la impotencia del hombre para autodonarse la sal de una vida feliz. En el amplio escenario de la historia la obra que parece representarse es el eterno retorno de la barbarie, la palabra falaz, y las negociaciones de los oprimidos para obtener parciales concesiones del poder opresor. En ningún lugar late una libertad que crece de a poco hasta superar, finalmente, las relaciones de dominación.

La única alternativa ante un nihilismo de la derrota es la secularización de la fuerza divina como intensidad que no se debilita ante el obstáculo o la negación. La repetición de fracasos puede oscurecer o debilitar la voluntad humana. Pero la no humanidad de la fuerza divina conserva una intensidad positiva. En la creencia religiosa originaria, en la matriz judaica mesiánica, la fuerza divina asegura su regreso como irrupción trasformadora. En su trasposición secularizadora, en su reelaboración benjaminiana, lo mesiánico entrega el don de la resistencia y la espera. Una inspección de la historia, a contra pelo, que, ante el repetido triunfo del poder que oprime, asume la imposibilidad del cambio. El cambio entonces sólo puede ser preservado desde una espera no racional. La espera que espera el fragor redentor del rayo. El súbito rayo del instante mesiánico.

Y la espera siempre es riesgo. Es confortable ver el tiempo como alegres caravanas del progreso que avanzan hacia el futuro. Distinto es resistir con la mirada hacia lo alto durante una continua caída. Sin ninguna certeza racional de que el caer concluya alguna vez, para conceder entonces una tierra nueva. Una tierra que no sea el infierno de las repetidas selvas del dolor.
Y la espera no es pasiva resignación. Es activa resistencia. Cuya fuerza no es gracia o auxilio sobrenatural, aunque en la espera del estallido súbito sobreviven astillas de la mística de la iluminación, de la predisposición a un repentino fulgurar de una luz divina. Pero lo iluminante que se espera aquí no es ya el fulgor de una divinidad, de una profundidad ontológica ultramundana, sino el irruptivo estallar de la potencialidad redentora que duerme en el fondo de la historia. El ser, en el derrotero de la memoria y la iluminación benjaminia, es la historicidad de la humanidad sufriente postergada y de la naturaleza silenciada. La voz de la plenitud fracturada de las generaciones vencidas y de las cosas enmudecidas, esperan su instante de resurrección.

La espera del acontecimiento mesiánico es espera en estado de combate, en la memoria y la conmemoración donde lo humano y la naturaleza olvidada y reprimida, no aceptan el consuelo de las lentas concesiones del poder barbarizador. La invocación de la ruptura mesiánica en Benjamin es espera desde la dureza combativa. Es el humilde limar los bordes de una grieta que no se cierra. Para que lo otro pueda ingresar con fuerza. Por la delgada abertura

No hay comentarios:

Publicar un comentario