viernes, 14 de septiembre de 2012

LA INDEPENDENCIA DE LOS POLITICOS


Al igual que la obra de arte, también la obra política excelente hace el efecto de producir una “expansión de vida”, de dilatar nuestra vida común. Sin buenas razones para compartir en el discurso, la capacidad de la política para poner en marcha la imaginación y tener acceso a su fuerza ha producido sólo desastres enormes, como se ve en primer plano en los totalitarismos del siglo pasado. Pero, sin la fuerza de la imaginación alimentada por la ejemplaridad, las buenas razones son sólo contabilidad del deber ser. Por lo tanto, política en su expresión más alta, es promover fines prioritarios, iluminados por razones capaces de mover nuestra imaginación. Y en esta puesta en marcha de nuestra imaginación, la mejor política nos expande, enriquece, profundiza la gama de posibilidades de nuestra vida en común. En otras palabras: desvela un mundo político nuevo en el que reconocemos la huella de nuestra libertad.
El reto que intento zanjar es la definición del concepto "política", sin tomar una posición acerca de ésta, ni mucho menos desde ésta. Triunfar en él significa caracterizar la política de un modo que nadie pueda rechazar o cuestionar en buena lógica, cualquiera que sea su tendencia teórica.  En principio, movido por el sentido común, apelé al fast food del conocimiento: el diccionario Zingarelli. Al encontrarme con esta definición: "ciencia y arte de gobernar el estado", me deshice de la información cultural rápida; opté por proceder personalmente.
       Empiezo por las tres premisas más ecuménicas que puedo imaginar. Primero, no existe ningún ser humano que no actúe y cuya acción no se incluya, al menos imaginariamente, en un grupo más amplio. Segundo, toda acción tiene un fin, y una elección de medios. Tercero, la elección de los fines varía tanto entre personas como entre núcleos sociales. La política nace de la imprescindible necesidad de coordinar en el conjunto social los fines de la acción individual con los de la acción de los otros. La política participa en dos mundos, el de los medios y el de los fines, pero también en el de los valores. La doble  función se refleja en el reparto entre perspectivas realistas y normativas, las dos vertientes de la reflexión filosófica en torno a la política.
       Los seres humanos no viven aislados, sino en sociedad. En esto coinciden tanto los partidarios de la explicación según la base de la naturaleza social o zoon politikòn de las personas (Aristóteles, Hegel, Marx),  como quienes aducen la conveniencia de vivir en sociedad para unas personas en diversos aspectos débiles, deseantes y racionales (Hobbes, Locke, Rousseau). Sea cual fuere la teoría de la acción y la antropología de partida, es innegable que toda persona actúa de alguna manera. Y quienes hablan de acción como algo que difiere de un reflejo neurológico, presumen la eminencia de los conceptos "medios" y "fines". Cada persona vive dentro de un grupo humano mayor, cualquiera que sea la dimensión de éste, y actúa empleando medios para alcanzar fines.
       No importa saber si estos medios y, sobre todo estos fines, son elegidos por los individuos con independencia o son legados por las tradiciones vigentes del núcleo social de pertenencia. Lo que importa es la idea -también ésta incontrovertible-, de una cierta secuencia entre tales medios y sus fines. Los seres humanos no están condenados a perseguir una meta por vez con un solo medio. Esto es lo que pretendemos al atribuir a las personas un cierto grado de racionalidad, entre otras cosas, por el hecho de poder querer una cosa por amor a otra, por tanto, usando fines como medios para otros fines. Si es así, también hay que aceptar la idea de que cada persona que forma parte de una sociedad posea  uno o más fines que no se continúen en otro eslabón de la cadena, auténticos "fines últimos" individuales.
       Talcott Parsons recurre a la lógica para argumentar que es contradictorio pensar que unos individuos sostengan el tipo de relación que llamamos sociedad, en vez del estado de naturaleza y, al mismo tiempo, que los fines últimos de cada uno de ellos estén en una relación puramente casual (random). Esto no significa que la relación entre fines sea armónica -de hecho, suele ser conflictiva-, indica que si existe sociedad la relación debe seguir algún modelo (pattern). Las instituciones, o más en general lo social, tienen una función de enlace entre la trama "no casual" de relaciones entre los diferentes fines últimos mantenidos por todos los individuos, y los fines individuales que persigue cada persona en su vida. Este cuadro de referencia que usa Parsons para explicar la naturaleza de lo social permite comprender la de la política.
       No nos costará imaginar que estos fines últimos perseguidos por individuos que viven en grupo social, si bien en una relación no casual entre ellos, sean desiguales. Puesto que no son idénticos, y además, por ser limitados los recursos disponibles del grupo no todos los fines pueden perseguirse de la misma manera. Así se plantea el problema de atribuir un orden de prioridad a tales fines. En esta necesidad arraiga esa manera de relacionarse con el mundo que llamamos política. Sólo una asociación que gozase de recursos ilimitados y pudiera satisfacer siempre todos los fines últimos perseguidos por sus miembros sería una sociedad sin política.
       El espacio de la política es el del establecimiento de un orden de prioridades de los fines, para cuya consecución se transferirán los recursos (limitados) del grupo. La propia creación del poder soberano, entendida por Hobbes como procedente de una voluntad unánime de salvaguardar el bien de la vida ante las insidias del estado de naturaleza, no es primum o el big bang de la política, sino el fruto de una orientación formada en primer término y que consiste en la precedencia unánime de la seguridad de la vida sobre cualquier otro fin.
       Asociar la política con la determinación ineludible del fin al que se han de transferir los recursos, nos permite situar sobre un terreno incontrovertible sus más familiares imágenes: el tema de los autorizados para gobernar, la manera en que debemos considerar el poder legítimo, la imposibilidad de suprimir distinciones entre amigo y enemigo, el espacio de la política como lo razonable en tanto que diferente de lo racional.
       Esto nos permite situar la política en un ámbito anterior a la gran bifurcación entre los dos enfoques alternativos, el "normativo" y el "realista", así como comprender las tareas de una reflexión filosófica sobre la política. Esta alternativa puede comprenderse como la de quien considera que otorgar prioridad a ciertos fines no pueda prescindir de una dimensión de fuerza, y quien cree que ello ha de ser consecuencia de razones que al menos de forma ideal neutralizan las relaciones de fuerza entre los partidarios de las diversas opciones.
       Pero no siempre el establecimiento de prioridades concierne al ámbito político. Cuando me pregunto cuál de mis fines -aceptar un cargo académico o acabar un nuevo libro-, debe prevalecer, no desarrollo una actividad política. Tampoco si decido con mi familia destinar una suma de dinero a la compra de un coche nuevo... Aquí encontramos otro aspecto constitutivo de la política: la distinción entre público y privado. La adjudicación de prioridad sólo tiene calidad política por la naturaleza de la controversia, por la amplitud del número de los que tienen autoridad para participar -a menudo todos los miembros del grupo-, o bien por la modalidad del procedimiento. La suma de algunos o de todos estos elementos tiene resultados vinculantes para el conjunto social.
       Por definición, público es aquello que concierne a la intersección de los fines individuales con los de las subunidades sociales. El establecimiento de los fines últimos compartidos es una tarea política eminente. Pero público es también lo que tiene validez para todos, aunque no sea un fin último. Política es lucha entre intereses y valores, conflicto entre lo que una parte desea y lo que la otra parte rechaza. El carácter político de la controversia entre intereses contrapuestos -quienes apoyan la financiación pública de la escuela privada y sus adversarios, por ejemplo- radica en la incidencia de la prioridad acordada a un fin que concierne al orden social en su conjunto. Si se discute en familia sobre prioridades en los gastos, no se trata de política, pero cuando los representantes de la industria discuten con los de los trabajadores sobre el despido, la controversia es política, aunque se realice en ausencia de las instituciones del Estado. Aquí adelantamos lo que filosofías políticas específicas enunciarán en su propio léxico. Por ejemplo la idea de que los sucesos externos a las instituciones políticas -en la sociedad civil (Hegel), en la esfera productiva (Marx) o en la esfera pública (Habermas)- pueden tener gran valor político, tal vez más importante todavía que lo que sucede en el lugar que el lenguaje periodístico llama "el Palacio".
       Lo privado queda fuera de la política porque las normas jurídicas, la dimensión del deber ser sólo vincula al agente implicado en la acción o interacción. Mi promesa de invitarte a cenar el sábado por la noche sólo me vincula a mí. Privado es lo que está más allá del umbral a partir del cual es justo que deje de tener influencia el poder político, las instituciones del Estado. Privado es lo que está a disposición exclusiva del individuo o de los grupos. Pero la frontera entre lo público y lo privado es variable y sus fluctuaciones suelen ser objeto de atención política.
       Debería evitarse considerar la política en clave funcionalista, esto es como enlace entre nuestras necesidades, deseos y preferencias más o menos compartidas y los valores más generales que guían nuestra acción. Y sobre todo no debemos limitarla al ámbito estatal, como en la definición del diccionario Zingarelli. Político es también el espacio donde se articulan nuevos valores y necesidades. En sus momentos de apogeo, la política es una redefinición del mapa de valores y necesidades.
       Ésta es sólo una primera aproximación a la caracterización de la política, sólo un incipit. Quisiera enriquecerla y convertirla en una definición "para nosotros", que adquiera su sentido pleno si se engloba en nuestro horizonte filosófico, como respuesta a nuestros interrogantes y programa filosófico. Tal vez entremos en territorio menos ecuménico, aunque común a muchas personas, espero.


       A principios del siglo XXI el concepto de política comporta para nosotros mucho más que el establecimiento de prioridades entre fines que posibiliten la acción "concertada". Implica también explicar qué es su autonomía, cuál su horizonte y cuáles sus momentos constitutivos; estando cada uno de éstos iluminado por uno de los paradigmas filosóficos contemporáneos. Y significa también atreverse a hablar de las formas en política y a decir qué es lo mejor en cuanto a política.

Desde los tiempos de Maquiavelo hemos aprendido a considerar la política como una actividad autónoma. La autonomía emergió de manera desequilibrada. Sólo una de las semillas que debemos a Maquiavelo germinó enseguida, retrasando el brote de la otra. La expresión "autonomía política" casi por antonomasia significa "autónoma en relación a la moral". La independencia en relación con la moral, la religión y el ethos compartido no agota el significado del concepto. En la segunda mitad del siglo XX, con la obra de Hannah Arendt y la de John Rawls sobre Liberalismo político, brotó al fin la otra semilla implícita en la obra de Maquiavelo: la autonomía de la política respecto de la teoría, o la metafísica. Para Arendt y Rawls la política no puede considerarse la aplicación "práctica" de principios que importa del exterior, del ámbito de la conciencia religiosa, o de la reflexión filosófica. Sólo la crítica del totalitarismo de Arendt y el "liberalismo político", en la segunda fase del pensamiento de Rawls la extraen de manera definitiva del espacio conceptual del "mito de la caverna".
       No es posible que la política moderna, y menos aún la democrática, consista en trasladar al interior de la caverna una idea del bien que esté fuera: su escena es la propia caverna. Y menos aún el justo título para gobernar podría derivarse de la visión solitaria de un bien cuyos destinatarios no acepten. Concebida así, la política sería una lucha entre grupos que, armados los unos contra los otros, intentan "conquistarle al mundo alguna verdad general". Rawls, con un corte radical, sostiene en cambio que "la ferviente aspiración de llevar toda la verdad a la política es incompatible con la idea de razón pública que acompaña a la de ciudadanía democrática" (The Idea of Public Reason Revisited, 1999, p. 132). La razón pública es deliberativa y no se rinde a las apariencias, a la doxa, en léxico platónico, ni supone que la salvación pueda venir del exterior. Al contrario, trata de distinguir lo mejor y lo peor, lo que es más o menos justo, razonable, dentro de la caverna. Asimismo, para Arendt la política es el arte de definir quiénes somos, de devolvernos lo que queremos sin responder a los preceptos de ningún otro discurso.
       Autonomía de la política significa que dentro de ésta, y no fuera, debemos encontrar los patrones de lo que merece buscarse conjuntamente, en un marco de libertad donde cada cual pueda indagar y expresar su verdad -existencial, filosófica, religiosa- como mejor crea, predicando cuanto pueda con la fuerza de sus argumentos y de su ejemplo, a condición de que no pretenda añadirle el poder coercitivo del Estado. Éste sólo se utiliza con legitimidad y sin abuso cuando está al servicio de una verdad que aunque más restringida, sea compartida por todos. 

La política, en suma, es la acción de promover, con resultados vinculantes, al menos de intención, la prioridad de algunos fines de valor público entre otros que no se pueden buscar al mismo tiempo; o de proponer nuevos fines con plena autonomía, tanto de la moral como de la teoría, y en un horizonte que ya no puede coincidir con el Estado-nación.
       Esta idea general de la política puede ser examinada desde perspectivas diversas,  fundadas en tantas otras posturas filosóficas o paradigmas; éstos, a su vez, pueden iluminar otros aspectos constitutivos de la política.
       El primer interrogante que se plantea es de qué modo a la política, entre otras diversas actividades, le toca promover la prioridad de ciertos fines de alcance público. Dejamos de lado las teorías realistas que subrayaron el papel de la fuerza o su amenaza como única variable que, en última instancia, explica el éxito de dar prioridad a ciertos fines. Restrinjo el campo a la política democrática. Las concepciones competitivas de la democracia -Schumpeter, Dahl, Lipset, Downs y otros-, sostienen que la política promueve algunos fines entre otros, por el hecho de que la oferta política disponible -candidatos y partidos compitiendo por el voto de los ciudadanos- consigue producir unas propuestas de policy  que encuentran un mayor número de apoyos que las oponentes. Actuar de buena manera política significa saber definir y exponer bien -evito el verbo "confeccionar"-, una propuesta que satisfaga, se ajuste, a una demanda más amplia.

Las concepciones deliberativas de la democracia -Habermas, Benhabib, Cohen, Rawls, Laden y otros- sostienen en cambio que la prioridad de ciertos fines selectos se promueve cuando la política funciona de manera no retorcida, a través de la fuerza de las razones intercambiadas en un espacio público con diversos nombres. Que luego serán acogidas en el ámbito institucional llamado a decidir: legislativo y ejecutivo. Una política sin este momento del discurso estará basada en la fuerza y arbitrariedad. Aquí se revela la amplitud teórica de la investigación de Habermas sobre los presupuestos del discurso: esa investigación nos explica lo que significa para una praxis comunicativa acercarse al ideal de un intercambio de razones en ausencia de coerción.
       El discurso no es sólo la norma para medir el genuino carácter deliberativo de la política, sino también la base mínima de la decencia política. Para Rawls, lo que diferencia de los "bandidos" a los pueblos decentes cuyos sistemas políticos no son democráticos ni liberales -esto no es motivo de exclusión de una pacífica "sociedad de pueblos"-, es justo la presencia de alguna forma de consulta, que pese a no ser igualitaria mitiga el carácter autocrático del poder. Dar al momento discursivo de la política lo que se le debe en la conceptuación de ésta conlleva admitir que toda forma no degenerada de la política exige el intercambio de razones; que éste tenga un espacio dentro del esfuerzo general de promover la prioridad de fines públicos determinados, que es la esencia de la política.
       Pero la tesis de la imposibilidad de eliminar la deliberación en el espacio político no debe confundirse con la discutible hipótesis de la exclusividad de las razones: política nunca es puro intercambio de argumentos para decantar lo mejor. Ni esto puede ser considerado como ideal regulativo -como sugieren algunos enfoques poskantianos- sin que falten otros elementos constitutivos de la propia política.
       Sin embargo, una política donde la prioridad de fines públicos se cribe a través del discurso, nunca llegaría a una decisión operativa si no hubiera un momento de juicio. No sólo las diversas prioridades de fines se basan en el peso de las razones que militan a favor de una u otra, sino que también las propias razones pueden tener diverso y controvertido  peso, según resulten más o menos representativas de concepciones más amplias, no necesariamente compartidas.
       La pesadilla de toda concepción discursiva de validez es el "empate", es decir, esa situación en la que somos nosotros los que tenemos que establecer la diferencia y desempatar. No es necesario recurrir al caso extremo del empate para comprender el carácter constituyente del momento del juicio. Basta recordar el hecho de que la razón, cuando hablamos de política, sólo puede ser deliberativa: una capacidad de discurrir que en su fin práctico se queda anclada en un contexto, que trata de resolver un problema con recursos materiales y simbólicos finitos y ya en buena parte dados. Una capacidad de discurrir que aspira a resolver un problema en un horizonte temporal que no puede dilatarse al infinito, como es el caso de la razón especulativa. El momento del juicio cierra la ilimitada apertura del discurso crítico-especulativo. Las preguntas sobre la naturaleza de la libertad, justicia, igualdad, laicidad, etc., acaso nunca reciban respuesta taxativa, mientras el pensamiento se mantenga en un contexto finito en el cual se sitúa el problema político que exige solución en un tiempo que los deliberantes no pueden extender a voluntad. Y el juicio cumple este enlace sin anular la pluralidad de las posiciones articuladas en el discurso, e insertando la operatividad de la política en lo razonable, es decir, en la intersección de cuanto está compartido. El arte del juicio es el de extender en lo posible esta intersección, vinculándola con la normatividad que reflejan las identidades de las partes en conflicto. He aquí las bases en las que todos pueden reconocer la legitimidad de una decisión política vinculante aunque no unánime: la ejemplaridad, de la que está llena la normatividad de lo razonable. 

No obstante, sin interlocutores no hay política. Ni discurso sin un "quien" del discurso, un compañero de diálogo. No hay juicio sin destinatario del juicio, alguien por el cual se juzgue sobre algo. Y, como es obvio, la política presupone una sociedad, que actuemos teniendo en cuenta las representaciones, las necesidades, la voluntad y las reacciones de otros como nosotros, no hay política sin reconocimiento. También Napoleón, al declarar "Francia no necesita reconocimiento. Está allí, como el Sol", hablaba a alguien. Y el reconocimiento es el momento constitutivo de la política, en sus tres sentidos. En su primer sentido, el reconocimiento tiene un valor casi trascendental, pues reconocer al otro, como sujeto dotado de voluntad como uno mismo, posibilita la acción social, y de manera mediata, constituye la condición política. Mis acciones sociales no se dirigen hacia animales o cosas. Si las realizo es porque a través de los animales y las cosas me dirijo a otros sujetos humanos que reconozco como semejantes; así, acaricio el perro de un amigo, o cambio el neumático del coche de un conocido. En este primer sentido, el reconocimiento tiene importancia para la política sólo cuando la opresión política extrema niega a algunos -esclavos, judíos o torturados de Abu Ghraib- el reconocimiento de humanidad completa, es decir, cuando
la política cae, por decirlo como Margalit, por debajo del nivel de decencia.
       En un segundo sentido, el reconocimiento es constitutivo para la política como algo que no es del todo imprescindible, sino que por el contrario, puede ser atribuido o negado a alguien. Se trata del reconocimiento que concedemos a nuevos estados, a los nuevos partidos, a los viejos que cambian de vestimenta y afrontan "virajes", a los "estadistas", a los movimientos de liberación como "representantes" de pueblos, a las ONG como representantes de ciertos intereses colectivos. En este segundo sentido podemos hablar de una verdadera "política de reconocimiento", la cual pasa a través del uso que nosotros hacemos del lenguaje para designar a los actores de la política. Cuando los combatientes islámicos iraquíes se vuelven "insurgentes" en el periódico El País, cuando los disidentes se vuelven freedom fighters6, allí descubrimos el poder del reconocimiento en política, y hasta qué punto la criba de las razones y el obrar del juicio dependen de quien tenga autoridad para acceder al espacio de las razones y el juicio, y reconozca.
       Existe por último un tercer sentido en el cual el reconocimiento tiene importancia para la política. En la medida en que ésta es algo diferente de una desinteresada búsqueda de la verdad -sea ésta teorética o práctica-: un segmento de la razón deliberativa, aquella que discierne elecciones desde el punto de vista del bien templado por lo justo; entonces quien plantea una tesis es tan importante como el contenido de la tesis.
       Desde este tercer punto de vista, "reconocimiento" se convierte en el término con el que marcamos la importancia de quien dice algo, además de la importancia de lo que se dice. No estamos en política, sino en otra práctica, si partimos de la tesis de que el significado de lo que se dice no tiene relación con la persona que lo dice. Una reflexión sobre el nexo entre política y reconocimiento tiene como tercer ámbito la investigación en torno a lo que en general se puede afirmar sobre la relación entre locución y locutor, acción y actor.
       Finalmente, intrínseco a la política es el momento del don. Puede parecer una afirmación paradójica, sobre todo en relación con una práctica que muy a menudo ha sido definida como la persecución racional de los fines colectivos. Pero la política no podría existir si no supusiéramos la disponibilidad para ir más allá del Sí del actor, sea individual o colectivo. Las presunciones de la acción antes conjunta que solitaria, imponen no sólo que el otro exista dentro de mi horizonte cognitivo, sino que yo esté dispuesto a entrar en una relación donante, con otra persona, aunque sea provisional. "Donante provisional", significa, en otro léxico, una relación que incluye un momento de reciprocidad. Encontramos este presupuesto en los propios orígenes del diálogo sobre política, en la República, cuando Sócrates afirma, oponiéndose a Trasímaco, que hasta una banda de ladrones, para que pueda actuar, tiene que estar dispuesta a la reciprocidad y dispuesta a retroceder. También aparece este elemento cuando Montesquieu señala el carácter esencial del sentimiento político de la virtud para que una república pueda durar en el tiempo. Lo encontramos en la propia idea de lo razonable como contrapuesto a lo racional en Rawls. Y también en la idea de Arendt de que la política nace "cuando la preocupación por la vida individual es sustituida por el amor al mundo común". Lo encontramos en las palabras de un gran político como JFK cuando, en su famoso discurso de inauguración, dijo: "No os preguntéis qué puede hacer América por vosotros, sino qué podéis hacer vosotros por América".
       No debe pensarse que el momento de la reciprocidad sea incompatible con el desinterés moderno por el don cuya gratuidad está garantizada por la infraestructura del intercambio. Por el contrario, desde los albores de la vida social, cada donación provoca su recíproca, y la cadena es pronto interrumpida por el incumplimiento de dicha obligación no escrita. Igualmente, la política es imposible si se reduce a la mera dimensión del discurso, del juicio y del reconocimiento de los demás. Debo entrar con los otros en una dimensión que incluya la esperanza de reciprocidad en el don clásico. El contenido esencial del don político por excelencia, es la donación de la confianza: la confianza en quien nos representa, la confianza en el aliado, la confianza en la buena fe del interlocutor, la confianza en el hecho de que el otro respetará los acuerdos. Sin confianza sólo hay conflicto, no es posible la práctica de la política tal y como la hemos caracterizado hasta aquí. Tampoco puede haber política si no tenemos confianza en la disponibilidad mutua para favorecer a los demás en la prioridad de los fines. La donación suprema que a menudo ha requerido la política es la de la propia vida.
       Concluyo esta reconstrucción de los momentos constitutivos de la política con una referencia al tema más visiblemente ausente: ¿Es posible que una concepción de la política no considere el papel del poder en la acción? El tema que emerge aquí es el del poder político. Con esta expresión queremos, desde el punto de vista de Weber, significar la capacidad de hacer que alguien haga algo que no haría espontáneamente, constreñirlo a la acción en virtud de una creencia en la legitimidad del orden del que es destinatario.
       El poder interviene después, conceptualmente después de que el trabajo de la política, en el sentido aquí delineado, haya sido cumplido; es decir, después que cierta prioridad de fines compartidos haya sido establecida pro tempore. En un contexto de política democrática, es a través del compartir los fines, aunque sólo sea indirectamente, que surge la legitimidad de la obligación.
       Sin embargo, por otro lado, el poder como influencia, el poder como Macht , también está presente y se inserta como variable que interviene en el proceso de selección de los fines. El poder como Macht es uno de los hechos inexorables de la política, como lo es el crimen en el plano de la acción social. El delito se constituye como transgresión de una norma, pero el carácter finito e imperfecto de las creaciones humanas hace que no exista sociedad sin crimen, ni tampoco proceso político sin la sombra del poder como fuerza coactiva. No obstante, lo que importa es el papel que se ha asignado a ésta en la construcción del concepto de política. Y la elección aquí ha sido la de marginar este aspecto: un poder sin legitimidad, un poder que establezca los fines más que emanar de los fines, es un ruido de fondo que interfiere con el verdadero proceso político. Un poder sin legitimidad no puede reflejar la libertad, sino sólo la arbitrariedad de la fuerza.

En las consideraciones expresadas hasta aquí he intentado delinear la estructura esencial de la actividad que llamamos política, e identificar algunos momentos constitutivos. Pero política no es sólo esto. Quiero terminar considerando lo que la política puede ser en su mejor acepción. Muchas veces, en el transcurso de su historia bimilenaria, la reflexión sobre política se ha enfocado en su enlazamiento con el mito y los símbolos. Cuando la política obra a lo mejor no es sólo razonamiento, buenas razones y juicio sensato sobre lo posible. Nos lo recuerda Platón, cuando al invitarnos a resistir a las tres olas suscitadas por su radicalismo igualitario, piensa la justicia según las pautas de la armonía del alma. Y Aristóteles, cuando ve en el Estado una comunidad que tiende a la eudemonía; también lo recuerda Maquiavelo en los Discursos, cuando habla del ideal del "vivir civil"; y Rousseau cuando ve en el legislador a quien puede indicar dónde está el bien común, alguien convence apelando también a una autoridad divina. La política en apogeo es un sabio implante de visión en el tejido de lo posible. No es casual que el término "arte" se combine a menudo con el término "política".
       Se afirma que es típico de la excelencia artística alterar los esquemas que llamamos estilos y fundar nuevos, mover la imaginación y las facultades de la mente en un libre juego donde las funciones se fecunden recíprocamente, desarrollar nuevos modos de crear el mundo, de cambiar el que existe, pero en todo ello la obra de arte saca de algo más general -la ejemplaridad y su fuerza, centrada en la congruencia radical de una identidad como reconciliación singular de ser y deber ser, hechos y normas-, en cuya fuente también se alimenta la política.
       Las grandes concepciones de la política que transforman el mundo -el nacimiento de los derechos naturales, la idea de legitimidad por consentimiento de los gobernados, la terna libertad, igualdad y fraternidad, la abolición de la esclavitud, el sufragio universal, el concepto derechos humanos, el Estado del Bienestar, la igualdad de género, la idea de sostenibilidad, o la de derechos de las generaciones futuras- son conjunciones en las que lo nuevo nunca se ha impuesto como consecuencia lógica de lo que ya existe, sino como una manera nueva de ver el mundo, compartida por muchos, para dar luz a potencialidades hasta ahora en la sombra.
       Al igual que la obra de arte, también la obra política excelente hace el efecto producir la "expansión de vida", de dilatar nuestra vida común. Y se impone por la fuerza de su ejemplar reconciliación de valor, y por ser en un aquí y ahora, al que podemos llegar también desde algún otro lugar, y en un tiempo sucesivo.
       Sin buenas razones para compartir en el discurso, la capacidad de la política para poner en marcha la imaginación y tener acceso a su fuerza ha producido sólo desastres enormes, como se ve en primer plano en los totalitarismos del siglo pasado. Pero, sin la fuerza de la imaginación alimentada por la ejemplaridad, las buenas razones son sólo contabilidad del deber ser. Por lo tanto, política en su expresión más alta, es promover fines prioritarios, iluminados por razones capaces de mover nuestra imaginación. Y en esta puesta en marcha de nuestra imaginación, la mejor política nos expande, enriquece, profundiza la gama de posibilidades de nuestra vida en común. En otras palabras: desvela un mundo político nuevo en el que reconocemos la huella de nuestra libertad.
       No es casual que en el pasado, antes de que las guerras religiosas llevaran a una radical separación entre religión y política, en sus momentos más elevados la política estuviese sacralizada. Llegaba a las propias raíces de lo sacro, es decir, a la experiencia de ver la fuerza del vínculo que une reflejada en una forma. En el horizonte en el que hoy vivimos, la radical asunción de lo finito como presupuesto del pluralismo ha separado la política de las expresiones sacras, pero no de la fuerza que las genera. Las razones convencen, pero sólo las que mueven la imaginación movilizan, y en esto la gran política mantiene algo del pasado. Su capacidad de movilizar radica en su promesa de inscribir la ejemplaridad de ciertas experiencias morales en las que realidad y valor se concilian -la primera entre todas es la de la dignidad igualitaria de todos los seres humanos, la redención de toda humillación, el rechazo de la injusticia- en las formas del vivir común.

No hay comentarios:

Publicar un comentario